Pocos saben quién fue, al punto que días atrás, en un programa radial, se mencionó mal su presunta "hazaña". Antes que nada, Franz Reichelt era un sastre franco austríaco que a comienzos del siglo XX tenía cierto lustre social debido a su trabajo como diseñador de indumentarias. Era, por otro lado, un admirador obsesivo y confeso de Leonardo Da Vinci. Justamente siguiendo los diseños del genio del Renacimiento le dio forma a un paracaídas de lo más estrafalario.
Para verificar la utilidad de su invento le puso el traje a un muñeco, subió a la Torre Eiffel (en aquellos años la estructura más alta del mundo) y lo lanzó desde arriba. El muñeco se hizo tortilla contra el suelo, aunque el optimista sastre argumentó a la prensa: "Lo que sucede es que al ser inanimado carece de la posibilidad de abrir y agitar los brazos". La gente siguió creyendo en el personaje que los cautivaba, aunque no tuviera todos los patitos en línea.
Herido en su honor por el fin del muñeco, Reichelt resolvió probar él mismo su paracaídas. Los guardianes de la Torre parisina, con dos dedos de frente y natural temor, se negaron. Y le pidieron un permiso de la policía. El jefe de este cuerpo, menos cuidadoso, le firmó la autorización. Desesperados, las autoridades del monumento le hicieron estampar su "ok" en un documento notarial. En éste escrito, el piantado liberaba de toda responsabilidad a quienes debían velar por la integridad de los visitantes.
El tipo firmó. En la madrugada del 4 de febrero de 1912, Reichelt subió a la Torre Eiffel. Como era de esperar, en el lugar había espectadores, policías y un equipo de filmación con dos camarógrafos para registrar el suceso. Luego de algunas dudas, el sastre saltó. Apenas unos segundos más tarde estaba incrustado en el pavimento, donde dejó al descubierto un considerable agujero cuando juntaron su cuerpo casi con cucharitas. Al poco tiempo ya nadie se acordaba de él.
(Publicado en la columna "El click del editor", de La Razón, de Buenos Aires)