28 septiembre 2006

El misterio de los libros asesinos

Por Humberto Acciarressi

El serialismo criminal es vasto e inabarcable. Una de sus variantes, la de los asesinos, es acaso la cara más conocida, aunque no por eso menos inquietante. Hay quienes matan con un puñal, pero hay quienes lo hacen con una palabra, como dice Oscar Wilde al comienzo de “La balada de la cárcel de Reading”. Y en el caso de los libros que recordaremos a vuelo de pájaro, hay algunos que han provocado más muertes que ciertos asesinos célebres. No huelga aclarar, sin embargo, que muchas de estas obras aún no han acreditado su existencia real. De otras, además, se sabe que nunca consiguieron el privilegio de la imprenta y pertenecen al campo –atrayente, es cierto- de la leyenda. Y a pesar de esto, hay gente que murió y mató por ellos. Más que su contenido, casi siempre esquivo y errático de acuerdo a quien sea el comentarista, lo interesante son las historias que los contienen a ellos.

El papiro más antiguo del mundo

De acuerdo a lo que narra la leyenda, el Libro de Toth contenía el secreto de un poder ilimitado. En realidad se trataba de un papiro, el más antiguo de todos, que permitía a su poseedor mirar cara a cara el sol, entender el idioma de los animales y resucitar a los muertos. Lo que no es poco, si tenemos en cuenta que condujo a la muerte a decenas de magos que en todas las épocas alardearon de poseerlo. La destrucción de la biblioteca de Alejandría se llevó libros preciados y preciosos. Entre ellos, algunas de las obras que nos ocupan y de las que sólo hay referencias posteriores. Una de ellas es la Historia del Mundo, del sacerdote babilónico Beroso, quien –dice la tradición- narraba en sus páginas los primeros contactos con los extraterrestres y las enseñanzas de los seres galácticos. Quienes dijeron poseerlo tampoco terminaron sus días de muerte natural.

Otro de los libros malditos es Las estancias de Dzyan, del que –entre otras cosas- se ignora quien fue el primero en mencionarlo. Apareció de golpe, sin aviso previo. Se sabe, eso sí, que lo bautizó Louis Jacolliot en el siglo XIX, aunque este dato carece de importancia si se considera que la obra habría sido escrita por venusinos. Una de las que padeció el karma maldito de este libro fue nada menos que Madame Blavatsky, quien –según ella misma contaba- lo había recibido de un mago copto con quien compartió algunas experiencias místicas y bastante cama en El Cairo. De acuerdo a las narraciones, el seductor nigromante había realizado copias del original, salvado oportunamente en Alejandría y por ese entonces en un monasterio del Tibet.

Sin embargo, Blavatsky no se habría contentado con echarle una ojeada al libro, sino que se lo robó para su biblioteca personal. Hecho que, si lo que ella misma contó fuese cierto, el mago fanfarrón se merecía. Lo real es que a partir de ese momento, la vida de la mujer se convirtió en un castigo: sufrió amenazas y hasta un atentado a balazos contra su vida. Como si fuera una película, cuando Blavatsky iba a revelar su contenido en una conferencia de prensa, la obra le fue robada de una caja fuerte. Su existencia, a esa altura, pasó del calvario a la bancarrota total, y asi siguió hasta su muerte. Concretamente, lo más probable es que el libro no exista. Pero en todo caso es un buen tema para Hollywood.

El abad Tritemo y el extraño John Dee

El abad Tritemo, un extraño personaje sobre cuya existencia ya no quedan dudas, dijo haber recibido en sueños a un ser angélico, que le transmitió el texto de un libro llamado Esteganografía, que casi nadie vio nunca. Sin embargo, hay un dato que parece confirmar que algo existió, ya que el Santo Oficio, con fecha 7 de septiembre de 1609, prohibió la obra, aunque en esa época muchas cosas se censuraban de oídas y por si las moscas. No fueron pocos los que fueron a parar a las piras de la Inquisición por el sólo hecho de alardear de la posesión de esta obra que, según se decía, revelaba las claves de una escritura secreta y permitía manejar a las personas a distancia, con el mero poder de la mente.

Alguien que parece haber visto la Esteganografía es uno de los sujetos más atrayentes de todos los tiempos: John Dee (1527-1608). Entre otras cuestiones, este distinguido matemático fue quien concibió la idea del meridiano único, el de Greenwich. Además fue un experto en literaturas clásicas, fabricó autómatas que se paseaban por los salones reales ingleses, fue el primero en ser seducido por la idea del viaje en el tiempo, y contribuyó enormemente con sus conocimientos a la armada británica. Sin embargo, en cierto momento, cayó en desgracia acusado de “conspiración mágica” contra María Tudor.

Dee, un personaje sobre quien todavía no se ha escrito lo suficiente, experimentó una noche de 1581 el episodio más extraordinario de su vida: se le apareció un ángel y le entregó un espejo negro –que en la actualidad se conserva en el Museo Británico-, mediante el cual podía comunicarse con seres de otros mundos. El científico tomó notas de sus charlas y las volcó en varios manuscritos en los que describe el lenguaje “enoquiano” de los extraños. Luego, al darse cuenta que necesitaba ayudantes para proseguir con sus investigaciones, no tuvo mejor idea que contratar a dos vivillos que lo esquilmaron hasta dejarlo en la miseria. Desesperado, acudió a la reina Isabel, a quien le confesó que era alquimista. La monarca, nada lerda en contestaciones, cortó por lo sano: le dijo que si podía transmutar cualquier metal en oro, se hiciera lo necesario para poder terminar sus días dignamente. Hay un dato que no merece ser descartado: algunos críticos consideran que Dee, contemporáneo de Shakespeare, fue quien inspiró a Próspero, el personaje de “La tempestad"

El libro que nunca existió

Otro de los libros que condujeron a la miseria o a la muerte a quienes se declararon sus poseedores fue el llamado Manuscrito Voynich, presuntamente escrito en una lengua artificial por Roger Bacon, quien decía poseer los documentos originales del rey Salomón con las claves de los grandes misterios del universo. Este singular personaje, cuyos conocimientos llegaron a ser prácticamente ilimitados y hoy es reconocido como uno de los pioneros de la ciencia experimental, anotó hacia 1250: “El que escribe sobre cosas secretas de manera que no se oculten al vulgo es un loco”. Lo cierto es que el libro, redactado en clave secreta por Bacon, fue a parar a manos de nuestro ya conocido John Dee, que además era un fanático de las obras extrañas.

Dejando de lado otras cuestiones apasionantes en torno a Bacon y Dee, lo cierto es que el tiempo llevó el manuscrito a una librería de Nueva York, donde hasta no hace mucho estaba en venta por unos cuantos miles de dólares. Tal vez sea el único caso en que uno de esos libros de los que todos hablan y nadie vio, puede estudiarse detenidamente. Por lo pronto, se sabe que está escrito en clave sencilla, pero hasta el momento indescifrable. Los análisis continúan, pero parece que cuando Bacon hablaba de no dirigirse al vulgo, lo decía en serio.

El catálogo no se agota tan fácilmente. Hay decenas de obras que acarrearon miseria, destierros, persecuciones y muerte a quienes dijeron poseerlas. Muchos de esos libros, sabemos hoy, nunca existieron. De otros, peor aún, podemos decir que eran meros apuntes de los saberes científicos de un determinado siglo y no revelaban ningún arcano. Las circunstancias que rodearon algunas obras, sin embargo, aún deberían ser estudiadas más detenidamente, a la luz de los hallazgos recientes. Hay algo que, más allá de toda consideración al respecto, no es ocioso precisar: decenas de títulos con rango de best-sellers que pueblan las librerías de todo el mundo, no son sino la superchería fabricada por los ghost-writers de algunas editoriales.

Un último desconsuelo para quienes creen haber leído obras fabulosas o suponen que podrán arrancarle algún secreto a libros llegados desde la noche de los tiempos. En ciertas librerías de Buenos Aires, en ediciones que van de las rústicas hasta las lujosamente encuadernadas, se venden ejemplares del Necronomicón. Pues bien, este libro nunca existió. Se trata de un invento de H.P.Lovecraft, quien en una carta en la que no falta el rasgo irónico, le contó la humorada a Jacques Bergier, especialista en las cuestiones que abordamos en estas anotaciones. Pero vaya uno a convencer a quien ya está convencido de lo contrario. Después de todo, como venimos señalando, ciertos libros siguen dejando un tendal de muertos.

(Publicado en el “Cuaderno de Némesis” titulado “Monstruos, aparecidos y otras rarezas”)

27 septiembre 2006

Poesía, la vanguardia de la lengua

Por Humberto Acciarressi

Año 1975. En la fría península escandinava, Eugenio Montale, acostumbrado a los veranos mediterráneos, se dispone a leer el discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura. De pronto, como si miles de voces hablaran por su boca, el escritor italiano deja caer el látigo de la ironía: "Estoy aqui porque he escrito poemas, un producto absolutamente inútil, pero casi nunca nocivo, y ese es un título de nobleza. Pero no el único, siendo la poesía una producción o una enfermedad totalmente endémica e incurable".

Más de treinta años después, mientras el hombre accede a cualquier forma de manifestación cultural con sólo apretar un botón, la poesía resiste en los marasmos de una agonía interminable. Curiosamente, nunca hubo un tiempo en el que se escribiera tanta poesía. Calidad al margen de estas reflexiones, naturalmente. La poesía tiene tan escasa difusión que los propios poetas prefieren dar a la imprenta ensayos o ficciones narrativas, y dejar correr sus poemas de mano en mano. Algunos, los que tienen el espíritu más abierto a los cenáculos, se refugian en talleres y peñas literarias que de tan poco conocidas parecen clandestinas.

Como en la metáfora que Ray Bradbury describe en "Farenheit 451", esos y esas poetas se leen sus trabajos entre ellos, muchos de los cuales - también hay que decirlo - apenas se quedan en las buenas intenciones. Para colmo de males, en la Argentina ya no existen los editores dispuestos a jugarse, aunque sea en ediciones limitadas, por desconocidos como alguna vez fueron Borges, Marechal, Girondo, Olivari, Banchs, Juarroz... En tanto, los suplementos literarios de los diarios han dejado de publicar poesía (con muy honrosas excepciones) y hay algunos editores que dicen apoyarse en el gusto de la gente ("La opinión pública es la opinión de los hombres sin opinión", se encolerizaba Aldo Pellegrini).

En la Argentina, creadores como Jacobo Fijman o Ricardo Molinari terminan sus días en un manicomio o en la miseria, mientras yuppies de corbata y celulares de última generación, con más aire de gerenciadores que de periodistas, disponen que a la gente no le interesa la poesía. Son melancólicas imágenes del pasado los tiempos en que Victor Hugo tenía los funerales de un emperador; las costureras y las amas de casa hablaban de Darío, Neruda, Carriego, Vallejo, Rilke o D´Annunzio por las calles del mundo; o las mujeres florentinas se cruzaban de vereda para no toparse con Dante, porque no querían trato con el hombre que "había bajado al Infierno" (y en cierto sentido tenían razón). Y que quede claro algo: aquellas personas no eran más ingenuas, sino que tenían intacta la fe poética.

Aunque parezcan "fraguadas entelequias", para decirlo con palabras de Borges, hubo un tiempo en que los poetas no eran marginales, sino la encarnación más alta de la cultura de un país. Arturo Uslar Pietri ha hecho notar que la tradición de Occidente era la de vislumbrar la poesía como la expresión suprema de la palabra y el pensamiento. Algo heredado del mundo clásico, cuando los contemporáneos de Homero y Virgilio consideraban que toda Grecia estaba en la Illiada y la Odisea y toda Roma en la Eneida. En la actualidad, acuciada por los bombardeos mediáticos, la gente salta de tema en tema sin tiempo para reflexionar sobre ninguno. Y la poesía necesita honduras, adentrarse en los abismos propios y ajenos. No le faltaba razón a Walt Whitman cuando observaba que "para tener grandes poetas, debe haber también grandes públicos".

Con este marco, nadie está en condiciones de asegurar cuanta buena poesía se está perdiendo en cajones de escritorio o libretas itinerantes. En un universo regido por un orden conservdor y en donde los economistas tienen más predicamento que los filósofos, no es extraño que la poesía parezca un unicornio en el zoológico de Buenos Aires. La palabra ha perdido sentido y la sensibilidad se ha empobrecido. Aceptar el rol transitorio de la poesía es, ni más ni menos, como aceptar que el mundo puede vivir sin amor y sin pasiones.

Lo poético - hay que coincidir con Aldo Pellegrini - es una manera de estar en el mundo y convivir con los seres y las cosas. Juan Gelman recuerda una escena protagonizada por Paul Valery y Stephen Mallarmé. El primero le pregunta a su colega, que había dirigido una revista de modas en la que intercalaba poemas subrepticios: "¿Para qué sirve la poesía?" El segundo, sin dudarlo, le responde: "Para esto". Y le muestra una carta en la que una costurera, lectora casual de Mallarmé, le confesaba al poeta que un poema suyo la había salvado del suicidio. Los poetas que el nuevo milenio encuentra trabajando, aunque desplazados por los best sellers y la pluma sencilla, aguardan tiempos mejores.

La poesía es la vanguardia de la lengua, su frente de ataque, su sala de pruebas. Si los poetas no pueden difundir su obra, al idioma se le caen las hojas, se desflora, se frena la renovación, le llega al invierno de las palabras. En tal sentido, no sería ocioso apostar a un tiempo en el que la defensa de la especie se libre en los espacios poéticos que aún subsisten. Una época en la que una multitud silenciosa comience a construir el auditorio con el que Whitman soñaba.

En los bárbaros tiempos del nazismo, los fanáticos saquearon la casa de Saint-John Perse y destruyeron sus poemas inéditos. Agobiado, temeroso, en un momento sacó fuerzas de algún lado y comentó: "Después de todo no importa. Yo soy poeta, lo demás es secundario". Muchos años más tarde, en la Argentina, Alejandra Pizarnik reclamaba "alguna palabra que me ampare del viento, alguna verdad pequeña en que sentarme y desde la cual vivirme". Uno y otra, a su manera, definieron mejor que nadie ese misterio que es la poesía, ese espacio del alma que hay que defender para seguir viviendo.

(Publicado en la revista Noticias y en El espectador de la Cultura)

26 septiembre 2006

Todas las máscaras, la máscara

Por Humberto Acciarressi

Máscaras y máscaras. La máscara es inherente al cosmos. Larry y Andy Wachowski, en la película “The Matrix” -en sus tres partes, pero fundamentalmente en la primera- postulan la existencia de un mundo en donde todo es apariencia. Las calles, los árboles, las construcciones, y especialmente las personas, son realidades virtuales ocultas bajo las máscaras de objetos y seres humanos tal cual los vemos cotidianamente. Aunque injustamente con menos fama, “Dark city”, de Alex Proyas, relata en la pantalla las tribulaciones de un mundo plano y eterna noche, en el que sus habitantes ignoran esas peculiaridades. Cada tantas horas (algo así como la delimitación del día en un sitio donde ese concepto no existe), los pobladores se duermen todos a la vez, allí donde se encuentren, sea una cama, una mesa o un automóvil.

En ambos casos, la humanidad en su conjunto ignora esa máscara monumental urdida por entidades superiores. Diferente es el caso de “The Truman show”, de Peter Weir, donde los habitantes viven simulando ser los pacíficos pobladores de una ciudad, que en realidad es un gigantesco set de filmación. Todos ellos menos uno, que es el conejillo de Indias de una investigación desde el día de su nacimiento hasta que, a los treinta años, comienza a advertir que algo falla en esa vida monocorde y surcada de fantasías y recuerdos inseminados artificialmente.

Más allá de las cualidades estéticas de estas películas - lejos, por cierto, de la reflexión profunda de “Persona”, de Ingmar Bergman-, no puede ignorarse que han llevado a la pantalla la metáfora de la máscara en su nueva versión globalizada: la del mundo de las autopistas informáticas, los correos electrónicos llegados desde las antípodas, las citas amorosas por la web y hasta la moderna y desopilante versión del psicoanálisis chateado. Frente a estas mascaradas colosales e inabarcables, el antifaz tradicional de los héroes de historietas -Batman, Robin, Flash Gordon, Spiderman, el Llanero Solitario, el Zorro, Misterix y la lista sigue- tiene cierto aire de ingenuidad. Convendría reflexionar sobre esta supuesta antinomia.

Hay otros mundos

Entre un cosmos apabullante en el que nadie advierte la máscara de una realidad desconocida, y los mundos ordenados en donde el enmascarado es un sujeto prisionero en los sótanos reales de Francia (“El hombre de la máscara de hierro”, de Dumas), un científico desquiciado y atormentado (“El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde”, de Stevenson), o un periodista al que le basta ponerse una capa y sacarse los anteojos para dejar de ser Clark Kent y ser Superman, parece existir una gran distancia. Y sin embargo…

Analizando “Sylvie”, de Nerval, Marcel Proust observa que cierta atmósfera “azulada y purpúrea” no se encuentra en las palabras, sino entre una palabra y otra. O apelando al refranero popular, algunos de los muertos que matáis gozan de buena salud. Los enmascarados abundan en la vida y en el arte, siempre y cuando aceptemos la mascarada de admitir que una y otro puedan separarse.

Frente a esto, la aprehensión de la realidad es frágil. O acaso no exista una realidad sino un conjunto de realidades yuxtapuestas, y el hombre, con sus máscaras, no haga más que recrear un continuo universal. “Hay otros mundos, pero están en éste”, dice Paul Eluard. Depende, entonces, de establecer un justo equilibrio entre la verdad que aparece entre los pliegues de la máscara y esa nueva realidad que es la máscara misma. “Y es que aquel disfraz no lo disfrazaba: lo revelaba”, dice Chesterton en “El hombre que fue jueves”.

Otra reflexión: ante las patéticas máscaras de Jason en la seguidilla fílmica de “Martes 13” o del psicópata de “Hallowen”, es más atemorizante la cara angelical de algunos de los asesinos seriales que la realidad nos regala con entusiasmo. Y esto último lleva a otro punto: el enmascarado, aunque no tenga antifaz, está siempre presente. No necesariamente llega devastadoramente como la peste en “La máscara de la muerte roja”, de Poe, o como el cyborg de “Terminator”, que oculta su esqueleto de titanio detrás de una máscara humana que se va degradando a lo largo de la película que inició la serie. A veces el enmascarado llega en zapatillas de baile, sin que nadie lo note. Tolstoi, para no asesinar a su esposa, se enmascara tras un personaje en “La Sonat a Kreutzer” y le encomienda la ejecución del crimen para seguir viviendo tranquilo. Mishima, en su juvenil “Confesiones de una máscara”, adelanta en varios lustros algunas claves de su suicidio brutal. Y que a nadie le queden dudas sobre la intención de estas líneas de ligar la ficción con la realidad, sea ésta cual sea.

El doble como máscara

En la actualidad, las máscaras han pasado de las antiguas cosméticas al terreno de la ingeniería genética. La idea de una máscara idéntica al enmascarado no deja de ser escalofriante. Sin embargo, no conviene olvidar que un siglo y medio antes de la oveja Dolly, ya Poe había creado a William Wilson, que harto de su doble en cuerpo y alma lo enfrenta en duelo y lo hiere mortalmente. Recordemos la escena. Con la última exhalación, el Wilson “clonado”, la máscara, le revela al “original” que muerto uno, muertos los dos. “Existes en mí, mira en esta imagen que es tuya cómo te asesinaste a ti mismo”, le dice, palabras más, palabras menos. Y así, efectivamente, ocurren las cosas.

La realidad se presenta ante nuestros ojos tras el velo de la máscara y nos muestran una realidad nueva, en la que a veces se advierten –imperceptibles, en degradé- fragmentos de otra realidad, y de otra, y de otra. Nosotros somos observadores, pero además somos escrutados, viviseccionados por miradas ajenas que tratan de descorrer el velo de nuestras propias máscaras, acaso más sutiles que la del hombre misterioso de Dumas, menos bizarras que la de Batman y seguro sin el colorido de las medievales caretas del carnaval de Venecia.

Aunque no garantice nada, no resultaría ocioso asociar el acto de mirar a la voluntad de ver. Alguien, tal vez, algún día logre encontrar el sentido en esa miríada de fragmentos visuales que perciben los ojos y el intelecto. Parece poco probable y, para decirlo con espíritu poético, escasamente deseable. En todo caso, le quitaría encanto a la vida y sus costumbres. Tenía razón Eluard: hay otros mundos que conviven en éste. Además, detrás de las máscaras que ocultan y revelan, hay hilachas de historias de las que el arte se apropia. Aunque sea bajo el velo de una nueva máscara. Y así hasta que se apaguen las estrellas.

(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "Velo, máscara, disfraz")

Jack, Londres, Bs.As, o la historia destripada

Por Humberto Acciarressi

En muchas ocasiones, la estadística se viste de luto. Allá por 1970, Ted Bundy, en un macabro periplo por diez estados norteamericanos, asesinó -según confesó mientras esperaba la ejecución en la galería de la muerte- a unas 400 mujeres. Unas tres décadas antes, Albert Fish llegó a los dos centenares de crímenes de chicos en Nueva York, al mismo tiempo que en Illinois, H.H.Mudgett perdía en la estadística con “sólo” cien asesinatos. Estos tres casos son apenas una ínfima muestra de la populosa criminalística de los Estados Unidos, con varios centenares de asesinos seriales, casi ninguno de los cuales baja de diez muertes. Inglaterra, Francia, Rusia, Alemania, España e Italia, también tienen lo suyo en lo referido a una cruenta historia que incluye asesinos ilustres como Landrú, o cronistas de lujo como Thomas de Quincey ( “Del asesinato considerado como una de las bellas artes”). En ese marco de exhuberancia homicida, ríos de sangre, y casos resueltos o sin resolver, cinco prostitutas asesinadas con precisión quirúrgica en un otoño victoriano en el East End de Londres no parecen, a simple vista, reunir las condiciones que requiere la posteridad. Pero la historia es caprichosa.

Hombre o mujer (hay quienes postulan los quehaceres de una destripadora) al asesino le bastaron las semanas que fueron desde el 31 de agosto hasta el 9 de noviembre de 1888 y un espacio no superior a los 400 metros cuadrados, para entrar en las crónicas criminales, en las páginas de la literatura y hasta en el no siempre accesible mundo del cine. Escondido en el anonimato de la noche, oculto tras la niebla londinense, Jack el Destripador dejó un reguero de sangre menos caudaloso pero más perdurable que otros. Obviando los detalles macabros, no es ocioso remarcar ciertos hechos relacionados con el caso más famoso de la criminalística.

LA EDUCACION SENTIMENTAL

Las andanzas del desconocido que se bautizó a sí mismo en una nota enviada a Scotland Yard, fueron seguidas con entusiasmo y horror por toda la sociedad británica. Atrajo la atención de George Bernard Shaw, que además de escribir sus libros se entretenía enviando cartas a los diarios. El Irlandés ironizaba sobre la atención misericordiosa que despertaron las prostitutas gracias a los crímenes. “Mientras nosotros los socialdemócratas - escribió en una misiva al Star el 24 de septiembre de 1888- estamos desperdiciando nuestro tiempo en la educación, en la agitación y la organización, un genio independiente ha tomado las riendas en sus manos y, por el simple procedimiento de asesinar y destripar a cuatro mujeres, ha convertido a la Prensa en una especie inepta de comunismo”¨. Vale justipreciar la ironía de Shaw con la opinión de Gordon Rattray Taylor expresada en “El sexo en la historia”: “Las rameras eran para los victorianos lo que las brujas para los medievales”.

Otro interesado en los crímenes fue Arthur Conan Doyle, que un año antes, con "Un estudio en escarlata", había hecho debutar al famoso detective morfinómano y misógino Sherlock Holmes. El escritor escocés, cuyo comercio con las almas lo llevó a escribir un tratado casi olvidado sobre el espiritismo, parece haber dejado un cuento titulado "Jack, el asesino de rameras", que no figura en las antologías aunque es citado por sus biógrafos. Allí dice que el criminal es un inspector de Scotland Yard que cae en la trampa de un Sherlock Holmes disfrazado de mujer. Años más tarde, el hijo de Conan Doyle, Adrian, revelaba que su padre creía que el verdadero Jack era una persona con conocimientos anatómicos (el propio escritor era médico) y que se vestía de mujer para pasar inadvertido. Es fascinante el juego de las coincidencias: días atrás, el autor de estas líneas escribió un artículo para un diario nacional titulado “¿Por qué Conan Doyle odiaba a Sherlock Holmes?”. Entre la publicación de aquel y la escritura de éste, los cables anunciaron la culminación de un estudio inglés, que probaría que Conan Doyle asesinó a un amigo suyo, de cuya esposa fue amante, para ocultar que habían escrito juntos “El perro de los Baskerville”. Pero volvamos a Jack, o, para decirlo con espíritu “ripperólogo”, vayamos por partes

POSTULANTES PARA TODOS LOS GUSTOS

Los candidatos a la identidad del Destripador son multitud. Desde miembros de la familia real hasta matarifes londinenses, pasando por espías rusos, abogados desquiciados, misóginos extremistas, mujeres resentidas (Jill la Destripadora es la más famosa) y asesinos de paso, que entre un país y otro se tomaron unos copetines sangrientos en el Whitechapel londinense. Entre los postulantes a tan dudoso honor, algunos estuvieron ligados a la Argentina. Valga una aclaración: en lo que respecta a Jack, nada es definitivo, todo es precario, como si se tratara de un rompecabezas que nunca termina de armarse porque siempre sobra o falta una pieza. También es cierto que los candidatos vinculados a nuestro país figuran entre los antecedentes más remotos del caso, como el del húngaro Alois Szmeredy, que según Carl Muusmann, en un estudio publicado en 1908, sostenía que había perfeccionado su arte macabro en la Argentina. O un tal Alonzo Maduro, argentino e "infundadamente sospechoso" según los especialistas Paul Begg, Martin Fido y Keith Skinner.

Pero uno de los candidatos más atractivos fue postulado por Leonard Matters en 1929, en su libro "El misterio de Jack el Destripador", el primero dedicado íntegramente al criminal y un clásico durante años. Allí se lee que un brillante médico londinense llamado Stanley (ninguna fuente cita su nombre de pila) habría cometido los asesinatos de Whitechapel para vengar la muerte por sífilis de su hijo Herbert, contagiado por Mary Kelly, la última de las víctimas de Jack y la más salvajemente mutilada. Para encontrar y asesinar a la prostituta, el doctor Stanley inició una investigación que incluyó la muerte de cuatro amigas de Mary.

¿EL DESTRIPADOR EN BUENOS AIRES?

Luego de la última matanza - la obra de un verdadero desquiciado según las fotografías y los relatos que han quedado - el doctor habría viajado a Buenos Aires. El propio Matters, instalado en la capital argentina como redactor jefe de un periódico inglés, “pretendió haber descubierto la confesión del doctor Stanley, publicada en uno de los periódicos locales en castellano”, de acuerdo a los estudiosos Colin Wilson y Robin Odell, autores de esa especie de suma que es “Jack el Destripador, recapitulación y veredicto”. Según Matters, un cirujano residente en Buenos Aires que había sido discípulo del doctor Stanley, fue llamado al lecho de muerte de su profesor en un hospital. El mensaje decía:

"Apreciado señor: A solicitud de un paciente que, según dice, lo recordará usted como el doctor Stanley, le escribo para informarle que se encuentra en este hospital en un estado grave. Padece de cáncer y, si bien le hemos operado con éxito, han surgido complicaciones que hacen que el fin sea inevitable. El doctor Stanley quisiera verlo. Hemos dado instrucciones en la recepción para suspender todas las reglas en su caso y permitir entrar de inmediato a la sala V, donde el paciente se halla en la cama 28. Atentamente suyo. José Riche, cirujano en jefe".

Durante la visita del cirujano al agonizante, éste le habría confesado que él era Jack el Destripador y además contado con lujo de detalles la historia del hijo y sus trágicas secuelas. Hay que aclarar que durante decenas de años, los especialistas trataron con bastante dureza la teoría de Matters, hasta que en 1972, el ya citado Colin Wilson se encontraba haciendo un programa televisivo sobre el Destripador. Por esos días, el investigador recibió una carta de A.L.Lee, de Torquay, cuyo padre había trabajado en la morgue londinense en la época de los crímenes. La misiva decía:

"En 1888, papá trabajaba para el ayuntamiento de Londres, en el depósito de cadáveres de la City. Entre sus atribuciones se encontraba el recoger los cuerpos de todas las personas que morían en la city y llevarlos al depósito de cadáveres; cuando se necesitaba una investigación, él preparaba los cuerpos para la autopsia del señor Spilbury (...) Su superior inmediato era el doctor Cedric Saunders, el coroner de la City. El doctor Saunders tenía un amigo muy especial, un tal doctor Stanley, que visitaba el depósito de cadáveres una vez por semana. Cada vez que veía a papá la daba un cigarro puro. Un día llegó el doctor Stanley y, pasando frente a papá, le dijo al doctor Saunders: ´Las putas se han apoderado de mi hijo. Me desquitaré´. Muy poco después empezaron los asesinatos. El doctor Stanley seguía visitando el depósito de cadáveres durante ese tiempo, pero, tan pronto como cesaron los asesinatos, nunca más lo vieron. Papá le preguntó al doctor Saunders si el doctor Stanley regresaría. La respuesta fue que no. Cuando papá lo presionó, el doctor Saunderse le dijo: ´Sí, creo que él era Jack el Destripador´. Como colofón, a principios del decenio de los veinte, un domingo, leí en el People un párrafo que decía: ´Un tal doctor Stanley, de quien se cree que fue Jack el Destripador, ha muerto en Sudamérica´".

Vale añadir que ni Matters, ni Lee, ni Colin Wilson precisan en qué hospital murió el misterioso doctor Stanley, dónde fue enterrado, ni siquiera la fecha exacta, aunque sabemos que todo ocurrió antes de 1929. En cualquier caso, son piezas de ese rompecabezas de noche, niebla y sangre que aún está lejos de completarse, y del que Buenos Aires tal vez no sea del todo ajeno.

(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "Noche, sangre y niebla")

Los retoños literarios de Salem


Por Humberto Acciarressi

Las enciclopedias populares -tan rigurosas como módicas- consignan cuatro ciudades de nombres Salem: tres en los Estados Unidos y una en la India. De las americanas, una se encuentra en Oregon, cerca del Pacífico; otra en las adyacencias de Saint Louis; y la tercera, que es la que nos interesa y muchos atlas ignoran, en la bahía atlántica de Massachusetts. En verdad, este nombre designa menos una geografía que un momento histórico que nos remonta a 1692 y a los procesos por brujería recreados en 1953 por Arthur Miller en su obra "Las brujas de Salem", deferencia al imaginario colectivo, ya que los juicios excedieron las fronteras de la antigua villa salemita -de la que hoy quedan vestigios en Danvers-, abarcando casi todo Massachusetts.

No es ocioso apuntar que Salem es famosa a pesar de Salem, ya que la persecución duró unos pocos meses; los ejecutados no superaron la veintena; y en lugar de las dantescas piras europeas se apeló al método menos espectacular de la soga al cuello. En síntesis, fue uno de los hechos más modestos en la vasta historia de la caza de brujas. Y allí radica su importancia: el arte suele ser seducido por las historias particulares y no por cifras que invitan a la infinitud. Proctor y Abigail, personajes de Miller, son tan reales como lo indican las actas del juicio. Sus tragedias habrían naufragado en legajos con miles de historias; y no es extraño que Aldous Huxley se haya inspirado para "Los demonios de Loudoun" en un drama real con un único condenado, Urband Grandier.

La barbarie de Salem se urdió con escasos ingredientes: adolescentes presuntamente "hechizadas"; decenas de personas que no se adecuaban al canon de los puritanos de Nueva Inglaterra; y un cuerpo judicial menos apegado a las leyes civiles que a libros como "El día del Juicio Final", de Wiggksworth, panfleto calvinista de gran circulación en la Massachusetts de entonces. También hubo muchas personas contrarias a la cacería, pero el miedo las mantuvo calladas. Los que se manifestaron contra las jóvenes acusadoras, pagaron con su vida o su libertad.

Como dato no menor, hay que precisar que un par de años antes, en Boston, habían ahorcado a una lavandera irlandesa conocida como la bruja Glover, y en su ejecución estuvo presente Betty Parris, la chica que desencadenó la caza en Salem con su presunta posesión diabólica. Desde que el médico que revisó a las jóvenes dictaminó "aquí ha metido la mano el demonio", hasta que partió hacia el patíbulo la última carreta, ocurrieron dos dramas particulares que inseminaron el alma de la literatura norteamericana.

Hawthorne y las vergüenzas ajenas

En 1692, Philips English y su esposa Mary vivían en una suntuosa mansión y eran propietarios de catorce edificios, un muelle, veintiún barcos, y una gran impopularidad. No sólo eran extranjeros, sino que su apellido real era francés con reminiscencias papistas: L’Anglais. Primero fue detenida la esposa por sus comercios con el diablo; unos meses después el marido, identificado con un espectro que realizaba visitas nocturnas y decía ser Dios. Aunque los English fueron ayudados a escapar, Mary murió a causa de los tormentos sufridos en prisión y el viudo quedó en la miseria.

Cuando concluyó la caza de brujas por la presión política que tornaba insostenible ese largo suplicio colectivo, Philips inició un infructuoso peregrinar por las cortes con la esperanza de recobrar sus riquezas. Incluso en 1697,a la muerte del alguacil Corwin, embargó su cadáver el tiempo suficiente para complicar los funerales y ganarse cierta antipatía. Sin embargo, el personaje más odiado por el brujo fue el magistrado John Hathorne, inquisidor implacable que tenía a su cargo los interrogatorios. Poco después de la muerte de English, una de sus hijas no tuvo mejor idea que casarse con el hijo del juez. Así se formó una dinastía que agregó una "w" al apellido y produjo uno de los vástagos más notables de Salem: Nathaniel Hawthorne, nacido el 4 de julio de 1804.

NATHANIEL HAWTHORNE
En la obra de Hawthorne, situada en el universo de la literatura gótica de la que es uno de sus precursores, existen múltiples referencias a los procesos de brujería. Del inquisidor Hathorne dice en la introducción de su novela "La letra escarlata": "...me avergüenzo por sus actos...tan activamente participó en el martirio de las brujas, que bien puede decirse que la sangre de éstas le dejó una mancha indeleble". Sin embargo, no hay mención explícita de sus ancestros procesados. Sí una simpatía, a veces culposa, con el conjunto de los perseguidos. En su cuento “El ruego de Alice Doane” critica a sus contemporáneos que juegan a las brujerías en la colina del patíbulo, "pero jamás sueñan con rendir honores fúnebres a quienes murieron tan injustamente y fueron sepultados allí sin ataúd ni oración". Y refiriéndose al mismo lugar, que el escritor solía caminar por las noches, dice: "...el polvo de los mártires estaba debajo de nuestros pies".

El descendiente del inquisidor y los brujos también se refiere a la tragedia salemita en otras obras. En "La silla del abuelo" la llama "el acontecimiento más triste y humillante de nuestra historia"; y en "El caballero del espejo", donde Hawthorne asume que su razón y su arte habitan un mundo de espejos a partir de un narrador que percibe por doquier una imagen desdoblada de sí mismo, dice que durante la caza de brujas "una idea semejante hubiera costado muy cara". El tema campea en toda su literatura, en ocasiones más veladamente, como en "La hija de Rappaccini" (un jardín familiar donde se cultivan plantas mágicas), o "Feathertop, una leyenda moralizada" (que nos cuenta la historia de un espantapájaros que cobra vida al fumar la pipa de una bruja).

Sin embargo, la clave de su familia parece encontrarse en "La letra escarlata", donde la heroína Hester Prynne es obligada a llevar la marca de las pecadoras, una letra “A” de adúltera bordada sobre paño escarlata prendido a la pechera de sus vestidos, sin querer -o poder- confesar que el padre de su criatura es un reverendo respetado por la sociedad que la condena. Por último, uno de los cuentos de Hawthorne - "El holocausto del mundo"- preanuncia con su quema masiva de libros uno de los clásicos de la ficción anticipatoria del siglo XX: "Fahrenheit 451" de Ray Bradbury, otro de los retoños de la tragedia de Salem.

Bradbury al rescate de lo poético

Mary Bradbury era, en 1692, una de las mujeres más queridas de Salisbury. Cuando fue detenida, noventa y tres vecinos -entre ellos un reverendo- firmaron una petición por esta madre de once hijos. Durante el juicio, poco importó que su marido Thomas la calificara como una mujer "de espíritu optimista, liberal y caritativo". Pesaron más las acusaciones de las jóvenes; la "confirmación" que solía convertirse en cerdo y ejercía hechizos para poner rancia la mantequilla; o que ejecutaba maleficios contra los barcos en alta mar. Tampoco faltó quien la viera, con el gorro blanco y el corbatín con los que concurría a misa, trepada en lo alto del mástil de una embarcación azotada por una tormenta. Demasiado como para no ser condenada a la pena capital. Sin embargo, rescatada de la carreta fatídica y escondida por vecinos contrarios a las matanzas, no llegó al patíbulo. Su descendiente Ray Bradbury reconoció, casi tres siglos más tarde: "Gracias a que ella se salvó...yo estoy aquí".

Aunque el escritor nunca se ha explayado en los pormenores biográficos de su estirpe, sí ha dejado múltiples referencias en su obra, siempre poéticamente amiga de la brujería y sus cuestiones, y por cierto exenta de las culpas que atormentaban a Hawthorne. En honor a la síntesis baste mencionar algunos capítulos de su novela "El vino del estío", varios de sus cuentos, y -naturalmente- su libro "El árbol de las brujas", donde un personaje afirma que en el pasado de Massachusetts, los que poseían los atributos del ingenio, la inteligencia y el conocimiento, corrían el riesgo de ser considerados hechiceros.

En el siglo XX,la Bahía de Massachusetts volvió a ser escenario de otra "caza de brujas", esta vez contra anarquistas e italianos. Las víctimas fueron Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti, quienes entre 1920 y 1927 padecieron un infame proceso judicial. Hasta su ejecución en la silla eléctrica, los reos fueron alojados en la prisión de Dedham, muy cerca de donde dos siglos y medio antes habían marchado hacia el patíbulo los condenados de la Villa de Salem. No huelga recordar una frase perdida entre los escritos de Vanzetti referidos al juez de la causa: "El dios del verdugo Thayer no puede estar hecho sino a su imagen y semejanza: un dios verdugo y liberticida".

Intermezzo sarmientino

Existe un dato que no es ocioso añadir a estas curiosas simetrías. En los primeros días de octubre de 1847, Domingo Faustino Sarmiento -de viaje por Estados Unidos- visitó a Horace Mann en su casa de Massachusetts para interiorizarse de los procesos educativos que lo obsesionaban. Allí conoció a Mary Peabody, esposa del pedagogo que ofició de intérprete, y a las hermanas de ésta, Isabel y Sofía. Casi veinte años más tarde, de vuelta en Estados Unidos como ministro plenipotenciario de Mitre, Sarmiento retornó a los pagos bostonianos, donde contempló la estatua en memoria de su amigo Mann y disfrutó la calidez de su viuda. En poco tiempo, Mary lo vinculó a los intelectuales de Boston -Emerson y Longfellow, entre ellos-; tradujo su "Facundo"; se convirtió en su consejera y guía; incentivó su pasión por la educación; y preparó el selecto grupo de señoritas que viajaron a la Argentina y la historia recuerda como "las maestras norteamericanas" de Sarmiento.

Las andanzas de estas jóvenes en nuestro país no han sido todavía bien difundidas. Baste anotar que llegaron en varias tandas, se desperdigaron por las provincias, y no siempre fueron bien recibidas. Una de ellas, Jennie Howard -que dejó un libro de memorias, "En otros años y otros climas"- nos informa que recién abierta la escuela de Córdoba de la Cruz de Sur, apareció un cartel con la leyenda "Esta es la Casa del Diablo y la Puerta del Infierno". La bostoniana anota irónicamente que los habitantes parecían creer que "...algunas fuerzas de las Tinieblas bajo la apariencia de una Escuela Normal, habían alzado allí su morada en lugar de los santos de antaño".

Dos datos para sintetizar estos sucesos que vinculan los orígenes de la educación argentina al inquietante estado de Massachusetts. Mary Peabody de Mann, cuya correspondencia con Sarmiento roza la friolera de ciento cincuenta cartas, era hermana de Sofía Peabody, esposa de...Nathaniel Hawthorne. Y el sanjuanino parece haber cumplido bien su misión, dado que en su memoria, la de Mann y las 65 maestras bostonianas, el 11 de septiembre se conmemora el Día del Maestro en el estado de Massachusetts.

Boston, Poe, y las raras coincidencias

Lo que ocurre en Boston, en cuya cárcel muchos procesados por brujería esperaron la sentencia, es curioso: a 22 km al NE (20´en auto) se encuentra Salem; a 14 km al SO (unos 10´por carretera) se levanta Dedham. Durante los procesos, el diablo fue identificado varias veces como un enigmático "hombre alto de Boston". Y fue en Boston que en enero de 1809 nació Edgar Allan Poe, uno de los primeros en reconocer "el genio indispensable" de Hawthorne. Pero más allá de esta crítica visionaria existe un dato incomprensiblemente ignorado por los biógrafos del autor de "El cuervo". La información la proporciona John Ingram en su hoy inhallable "Edgar Allan Poe, su vida, carta y opiniones", traducido por el argentino Edelmiro Mayer en 1887, que ahora tenemos frente nuestro.

EDGAR ALLAN POE
Ingram reproduce una revelación de Helen Whitman, a quien pretendió sin éxito el poeta poco antes de su muerte en Baltimore. La señora apunta que el linaje de Poe se remonta a una familia normanda, los Le Poer, afincada en Irlanda durante el reinado de Enriqueta II. Uno de los antepasados del poeta fue Arnoldo Le Poer, senescal del castillo Kilkenny, "caballero e instruido en las letras", que se jugó la libertad y la vida para salvar de las garras del clero a Lady Alice Kytler, acusada y llevada a juicio por brujería. ¿Casualidades o un laberíntico entretejido de relaciones para el que aún no se dispone de un hilo de Ariadna?. En cierta oportunidad, Flaubert opinó que "el frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías". Es menos vanidad que sensatez compartir momentáneamente ese juicio.

(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "El caldero de las brujas")