Por
Humberto Acciarressi
Jorge Luis Borges, con su proverbial ironía, sostuvo cruelmente que Ernest Hemingway se mató al advertir que no sabía escribir. Curiosamente, en ciertas cartas, el propio autor de “Fiesta” se hizo cargo de esa amarga sospecha. El caso de Borges podría explicarse: Hemingway -con su amor a las lidias de toros, la participación en varias guerras, el entusiasmo por el whisky y las mujeres- debió ser un escritor demasiado "brutal" para el creador de "El aleph". Más incomprensible es el temor del mismo Hemingway, tan pedante en cada uno de sus actos. Todo, sin embargo, puede explicarse. Y para eso es menester aproximarse a lo que ocurrió en su vida desde el 21de Julio de 1899 -fecha de su nacimiento en Oak Park, Estados Unidos- hasta la aciaga madrugada del 2 de Julio de 1961, cuando mordió el caño de su escopeta preferida y se voló los sesos.
Hemingway, cuando su nombre ya tenía resonancias míticas en el mundo de las letras y del periodismo, sintió la necesidad de afirmar: "Me tomé la vida trago a trago, como si se tratara de un daiquiri de cuatro hectolitros". Ninguna metáfora más acertada para definir el itinerario de este bebedor, que además de dejar algunos de los libros más evocables de la literatura norteamericana -"El viejo y el mar", "Tener o no tener", "Por quien doblan las campanas", "Adiós a las armas", etcétera- fue combatiente en cuatro guerras, cazador, boxeador, torero, pescador, y entusiasta de las mujeres. Actividad extraordinaria que alimentó, al uso de la mejor escuela norteamericana, el conjunto de su obra.
Siendo un chico, Ernest odiaba la escuela, no leía ni por casualidad, y su fama precoz radicaba en sus puños y en sus condiciones de jugador de fútbol. Cuando se aburrió de la disciplina se entusiasmó con la guerra, sirvió en el frente italiano - se afirma que muchas anécdotas de las que contaba eran fruto de su imaginación- y se convirtió en corresponsal del periódico canadiense "Toronto Star". Aunque por entonces ya leía a Flaubert, Tolstoi, Dostoievsky y naturalmente a su amado James Joyce, Hemingway todavía necesitaba dar explicaciones: "También los que no somos ni pálidos ni enclenques podemos usar la cabeza". Más allá de la típica bravuconada, lo que decía era cierto.
Con su uso magistral de los diálogos, las frases cortas -dialéctica de su labor periodística y sus quehaceres de escritor-y la contundencia de sus relatos, Hemingway se ganó un lugar de privilegio en las filas de la "generación perdida" que integró, entre otros, con su amigo Francis Scott Fitzgerald. También, naturalmente, estuvo en París, donde caminó del brazo de Ezra Pound y James Joyce. La bohemia de la Francia de aquellos años fue la partera de muchos capítulos de su obra, y marcó un paréntesis en esa vida aventurera que le dejó varias cicatrices, borracheras a granel, y un tendal de cuatro esposas y un sinnúmero de amantes. Las mujeres importantes en su vida -con las que se casó- fueron Hadley Richardson, con la que tuvo un hijo; Pauline Pfeiffer, con quien tuvo dos y de quien se separó no menos de 17 veces; Martha Gelhorn, una novelista cuya obra sepultó el tiempo; y Mary Welsh, la amada que lo acompañó hasta la madrugada trágica.
Mientras consumía su vida en un torbellino de pasiones, su obra adquiría contornos épicos. A pesar de eso, Hemingway nunca estuvo conforme con su literatura, y en eso no se equivocaba Borges. Sus héroes tormentosos, sin embargo, se fueron ganando un lugar en el imaginario colectivo, a veces gracias al empuje del cine. En tanto, él se levantaba bien temprano, se servía un vaso de Whisky, y se pasaba horas parado -casi nunca sentado- frente a su vieja Corona portátil. Costumbre que incrementó durante su estancia en Finca Vigía, Cuba, donde convivió con 52 gatos, 16 perros, 100 palomas y dos vacas.
Su obsesión literaria con la tragedia hizo que no pocos vaticinaran su fin. El se defendía, "cuando yo busco la muerte estoy buscando la vida" . O bien "El alma y el estómago libran batallas: en las del alma triunfa la oscuridad. En las del estómago, el bourbón convenientemente mezclado con soda fría". De cualquier forma, de todos los combates que libró el más misterioso y definitivo fue el que emprendió en un alejado pueblo de la frontera norteamericana-canadiense, cuando la desesperación le ganó a sus ganas de vivir.
(Publicado en "El espectador de la cultura")