Por Humberto Acciarressi
La leyenda -escribió Jean Cocteau- es una mentira que al final se hace historia. El axioma del autor de "Opio" falla con Carlos Gardel, mito alegre del alma porteña según Unamuno. Las razones son difíciles de rastrear, aunque más allá de cualquier avatar biográfico o artístico, cada día canta mejor. Y que un cantante muerto hace tres cuartos de siglo cante cada vez más bello, es algo que podían permitirse las antiguas mitologías, pero casi no hay antecedentes en los años del más estricto positivismo.
Pero además hay que añadir que Gardel, desde el día fatídico en que ardió entre las ruinas del avión en el aeropuerto de Medellín, logró lo que casi nadie: que el fervor por su voz y su figura no disminuya ni un ápice y se renueve con las nuevas generaciones. En vida lo admiraron los grandes de su época -desde Caruso hasta Chaplin- y en sórdidos arrabales o conventillos donde se apiñaban los desposeidos de la sociedad. Su fugaz paso por Hollywood le dejó algunas películas malas pero entrañablemente queribles, y esas escenas en las que cantaba -canta- y que sus fanáticos hacían repetir hasta diez veces en los cines ante la amenaza de prenderle fuego a la sala. Gardel, en tanto, vivía aferrado a un porteñísimo estilo de vida, dejando algunos huecos imprescindibles para que sus biógrafos se pelearan en el futuro que le llegaría más pronto de lo esperado.
Todo en la vida de Gardel es misterio. El nacimiento, la educación, la sexualidad, la madre y hasta la misma muerte se han puesto en duda. Si Elvis "vive" recluido en Menphis, el Zorzal Criollo lo hace con el rostro desfigurado por las llamas en una perdida ciudad colombiana. Esas leyendas enriquecen el mito y lo vuelven más inaprehensible. Lo cierto es que Gardel nació en Toulouse, Francia, el 11 de diciembre de 1890, y murió el 24 de junio de 1935 cuando el avión que lo llevaba de gira se estrelló contra otro en el aeropuerto colombiano de Medellín.
No existe cantor popular, en ninguna época ni geografía, que haya inspirado un número tan espectacular de libros sobre su esquiva biografía. Sólo hay algo que está más allá de cualquier contingencia biográfica: su voz única, su entonación impar, su genio artístico. A diferencia de otros mitos populares argentinos que han trascendido las fronteras (el Che, Evita, Maradona), Gardel es el nombre de las coincidencias. Ese artista que frecuentaba el Abasto pobre y las luminarias de la meca del cine de Estados Unidos con la misma naturalidad, representa lo mejor de los argentinos, que es la amistad que se cultiva con esmero y se disfruta por siempre.
Puede ocurrir que Gardel no le guste a alguien, pero es muy difícil que haya quien hable mal de él. Eso sin contar que alguien pueda manifestar que le gusta más cualquier otro cantante, pero nadie en su sano juicio musical puede quitarle un ápice de su genio. Esa es una de las grandes virtudes de Carlitos, y los motivos por los cuales fue acuñado el "cada día canta mejor".
Muchos se ha dicho sobre Gardel, vivo o muerto. "Este muchacho pinta el dolor callado de la madre que sufre, con emoción tal que conmueve de verdad", señaló José Ortega y Gasset. "Soy gardeliano auténtico desde que mi padre me habló de él", se suma el cantautor y coleccionista de sus discos Joan Manuel Serrat. "Gardel es parte inseparable de la genealogía de los pueblos del Plata", manifestó Juan Carlos Onetti. "Salvo Gardel, nadie ha poseído la ciudad", indicó Florencio Escardó. "Digan ustedes al público que con Gardel pierdo a uno de mis más simpáticos amigos, y que sepan que los países sudamericanos no tenían mejor representante entre nosotros", precisó Charles Chaplin. "Jamás escuché una voz más hermosa", añadió Bing Crosby. El sólo hecho que cuando alguien logra ser el más destacado en cualquier actividad merezca el elogio "Es Gardel", dice mucho más que miles de palabras. Qué añadir, entonces, de quien fue Gardel de verdad. Salvo que cada día canta mejor.
(Publicado en el diario "La Razón", de Buenos Aires)