06 agosto 2022

Las brujas de Salem y sus retoños literarios


Por Humberto Acciarressi 

Las enciclopedias populares -tan rigurosas como módicas- consignan cuatro ciudades de nombres Salem: tres en los Estados Unidos y una en la India. De las americanas, una se encuentra en Oregon, cerca del Pacífico; otra en las adyacencias de Saint Louis; y la tercera, que es la que nos interesa y muchos atlas ignoran, en la bahía atlántica de Massachusetts. En verdad, este nombre designa menos una geografía que un momento histórico que nos remonta a 1692 y a los procesos por brujería recreados en 1953 por Arthur Miller en su obra "Las brujas de Salem", deferencia al imaginario colectivo, ya que los juicios excedieron las fronteras de la antigua villa salemita -de la que hoy quedan vestigios en Danvers-, abarcando casi todo Massachusetts. 

No es ocioso apuntar que Salem es famosa a pesar de Salem, ya que la persecución duró unos pocos meses; los ejecutados no superaron la veintena; y en lugar de las dantescas piras europeas se apeló al método menos espectacular de la soga al cuello. En síntesis, fue uno de los hechos más modestos en la vasta historia de la caza de brujas. Y allí radica su importancia: el arte suele ser seducido por las historias particulares y no por cifras que invitan a la infinitud. Proctor y Abigail, personajes de Miller, son tan reales como lo indican las actas del juicio. Sus tragedias habrían naufragado en legajos con miles de historias; y no es extraño que Aldous Huxley se haya inspirado para "Los demonios de Loudoun" en un drama real con un único condenado, Urband Grandier. 

La barbarie de Salem se urdió con escasos ingredientes: adolescentes presuntamente "hechizadas"; decenas de personas que no se adecuaban al canon de los puritanos de Nueva Inglaterra; y un cuerpo judicial menos apegado a las leyes civiles que a libros como "El día del Juicio Final", de Wiggksworth, panfleto calvinista de gran circulación en la Massachusetts de entonces. También hubo muchas personas contrarias a la cacería, pero el miedo las mantuvo calladas. Los que se manifestaron contra las jóvenes acusadoras, pagaron con su vida o su libertad. 

Como dato no menor, hay que precisar que un par de años antes, en Boston, habían ahorcado a una lavandera irlandesa conocida como la bruja Glover, y en su ejecución estuvo presente Betty Parris, la chica que desencadenó la caza en Salem con su presunta posesión diabólica. Desde que el médico que revisó a las jóvenes dictaminó "aquí ha metido la mano el demonio", hasta que partió hacia el patíbulo la última carreta, ocurrieron dos dramas particulares que inseminaron el alma de la literatura norteamericana. 

Hawthorne y las vergüenzas ajenas 

En 1692, Philips English y su esposa Mary vivían en una suntuosa mansión y eran propietarios de catorce edificios, un muelle, veintiún barcos, y una gran impopularidad. No sólo eran extranjeros, sino que su apellido real era francés con reminiscencias papistas: L’Anglais. Primero fue detenida la esposa por sus comercios con el diablo; unos meses después el marido, identificado con un espectro que realizaba visitas nocturnas y decía ser Dios. Aunque los English fueron ayudados a escapar, Mary murió a causa de los tormentos sufridos en prisión y el viudo quedó en la miseria. 

Cuando concluyó la caza de brujas por la presión política que tornaba insostenible ese largo suplicio colectivo, Philips inició un infructuoso peregrinar por las cortes con la esperanza de recobrar sus riquezas. Incluso en 1697,a la muerte del alguacil Corwin, embargó su cadáver el tiempo suficiente para complicar los funerales y ganarse cierta antipatía. Sin embargo, el personaje más odiado por el brujo fue el magistrado John Hathorne, inquisidor implacable que tenía a su cargo los interrogatorios. Poco después de la muerte de English, una de sus hijas no tuvo mejor idea que casarse con el hijo del juez. Así se formó una dinastía que agregó una "w" al apellido y produjo uno de los vástagos más notables de Salem: Nathaniel Hawthorne, nacido el 4 de julio de 1804. 

En la obra de Hawthorne, situada en el universo de la literatura gótica de la que es uno de sus precursores, existen múltiples referencias a los procesos de brujería. Del inquisidor Hathorne dice en la introducción de su novela "La letra escarlata": "...me avergüenzo por sus actos...tan activamente participó en el martirio de las brujas, que bien puede decirse que la sangre de éstas le dejó una mancha indeleble". Sin embargo, no hay mención explícita de sus ancestros procesados. Sí una simpatía, a veces culposa, con el conjunto de los perseguidos. En su cuento “El ruego de Alice Doane” critica a sus contemporáneos que juegan a las brujerías en la colina del patíbulo, "pero jamás sueñan con rendir honores fúnebres a quienes murieron tan injustamente y fueron sepultados allí sin ataúd ni oración". Y refiriéndose al mismo lugar, que el escritor solía caminar por las noches, dice: "...el polvo de los mártires estaba debajo de nuestros pies". 

El descendiente del inquisidor y los brujos también se refiere a la tragedia salemita en otras obras. En "La silla del abuelo" la llama "el acontecimiento más triste y humillante de nuestra historia"; y en "El caballero del espejo", donde Hawthorne asume que su razón y su arte habitan un mundo de espejos a partir de un narrador que percibe por doquier una imagen desdoblada de sí mismo, dice que durante la caza de brujas "una idea semejante hubiera costado muy cara". El tema campea en toda su literatura, en ocasiones más veladamente, como en "La hija de Rappaccini" (un jardín familiar donde se cultivan plantas mágicas), o "Feathertop, una leyenda moralizada" (que nos cuenta la historia de un espantapájaros que cobra vida al fumar la pipa de una bruja). 

Sin embargo, la clave de su familia parece encontrarse en "La letra escarlata", donde la heroína Hester Prynne es obligada a llevar la marca de las pecadoras, una letra “A” de adúltera bordada sobre paño escarlata prendido a la pechera de sus vestidos, sin querer -o poder- confesar que el padre de su criatura es un reverendo respetado por la sociedad que la condena. Por último, uno de los cuentos de Hawthorne - "El holocausto del mundo"- preanuncia con su quema masiva de libros uno de los clásicos de la ficción anticipatoria del siglo XX: "Fahrenheit 451" de Ray Bradbury, otro de los retoños de la tragedia de Salem. 

Bradbury al rescate de lo poético

Mary Bradbury era, en 1692, una de las mujeres más queridas de Salisbury. Cuando fue detenida, noventa y tres vecinos -entre ellos un reverendo- firmaron una petición por esta madre de once hijos. Durante el juicio, poco importó que su marido Thomas la calificara como una mujer "de espíritu optimista, liberal y caritativo". Pesaron más las acusaciones de las jóvenes; la "confirmación" que solía convertirse en cerdo y ejercía hechizos para poner rancia la mantequilla; o que ejecutaba maleficios contra los barcos en alta mar. Tampoco faltó quien la viera, con el gorro blanco y el corbatín con los que concurría a misa, trepada en lo alto del mástil de una embarcación azotada por una tormenta. Demasiado como para no ser condenada a la pena capital. Sin embargo, rescatada de la carreta fatídica y escondida por vecinos contrarios a las matanzas, no llegó al patíbulo. Su descendiente Ray Bradbury reconoció, casi tres siglos más tarde: "Gracias a que ella se salvó...yo estoy aquí".

 Aunque el escritor nunca se ha explayado en los pormenores biográficos de su estirpe, sí ha dejado múltiples referencias en su obra, siempre poéticamente amiga de la brujería y sus cuestiones, y por cierto exenta de las culpas que atormentaban a Hawthorne. En honor a la síntesis baste mencionar algunos capítulos de su novela "El vino del estío", varios de sus cuentos, y -naturalmente- su libro "El árbol de las brujas", donde un personaje afirma que en el pasado de Massachusetts, los que poseían los atributos del ingenio, la inteligencia y el conocimiento, corrían el riesgo de ser considerados hechiceros. 

En el siglo XX,la Bahía de Massachusetts volvió a ser escenario de otra "caza de brujas", esta vez contra anarquistas e italianos. Las víctimas fueron Nicolás Sacco y Bartolomé Vanzetti, quienes entre 1920 y 1927 padecieron un infame proceso judicial. Hasta su ejecución en la silla eléctrica, los reos fueron alojados en la prisión de Dedham, muy cerca de donde dos siglos y medio antes habían marchado hacia el patíbulo los condenados de la Villa de Salem. No huelga recordar una frase perdida entre los escritos de Vanzetti referidos al juez de la causa: "El dios del verdugo Thayer no puede estar hecho sino a su imagen y semejanza: un dios verdugo y liberticida". 

Intermezzo sarmientino

Existe un dato que no es ocioso añadir a estas curiosas simetrías. En los primeros días de octubre de 1847, Domingo Faustino Sarmiento -de viaje por Estados Unidos- visitó a Horace Mann en su casa de Massachusetts para interiorizarse de los procesos educativos que lo obsesionaban. Allí conoció a Mary Peabody, esposa del pedagogo que ofició de intérprete, y a las hermanas de ésta, Isabel y Sofía. Casi veinte años más tarde, de vuelta en Estados Unidos como ministro plenipotenciario de Mitre, Sarmiento retornó a los pagos bostonianos, donde contempló la estatua en memoria de su amigo Mann y disfrutó la calidez de su viuda. En poco tiempo, Mary lo vinculó a los intelectuales de Boston -Emerson y Longfellow, entre ellos-; tradujo su "Facundo"; se convirtió en su consejera y guía; incentivó su pasión por la educación; y preparó el selecto grupo de señoritas que viajaron a la Argentina y la historia recuerda como "las maestras norteamericanas" de Sarmiento. 

Las andanzas de estas jóvenes en nuestro país no han sido todavía bien difundidas. Baste anotar que llegaron en varias tandas, se desperdigaron por las provincias, y no siempre fueron bien recibidas. Una de ellas, Jennie Howard -que dejó un libro de memorias, "En otros años y otros climas"- nos informa que recién abierta la escuela de Córdoba de la Cruz de Sur, apareció un cartel con la leyenda "Esta es la Casa del Diablo y la Puerta del Infierno". La bostoniana anota irónicamente que los habitantes parecían creer que "...algunas fuerzas de las Tinieblas bajo la apariencia de una Escuela Normal, habían alzado allí su morada en lugar de los santos de antaño". 

Dos datos para sintetizar estos sucesos que vinculan los orígenes de la educación argentina al inquietante estado de Massachusetts. Mary Peabody de Mann, cuya correspondencia con Sarmiento roza la friolera de ciento cincuenta cartas, era hermana de Sofía Peabody, esposa de...Nathaniel Hawthorne. Y el sanjuanino parece haber cumplido bien su misión, dado que en su memoria, la de Mann y las 65 maestras bostonianas, el 11 de septiembre se conmemora el Día del Maestro en el estado de Massachusetts. 

Boston, Poe, y las raras coincidencias

Lo que ocurre en Boston, en cuya cárcel muchos procesados por brujería esperaron la sentencia, es curioso: a 22 km al NE (20´en auto) se encuentra Salem; a 14 km al SO (unos 10´por carretera) se levanta Dedham. Durante los procesos, el diablo fue identificado varias veces como un enigmático "hombre alto de Boston". Y fue en Boston que en enero de 1809 nació Edgar Allan Poe, uno de los primeros en reconocer "el genio indispensable" de Hawthorne. Pero más allá de esta crítica visionaria existe un dato incomprensiblemente ignorado por los biógrafos del autor de "El cuervo". La información la proporciona John Ingram en su hoy inhallable "Edgar Allan Poe, su vida, carta y opiniones", traducido por el argentino Edelmiro Mayer en 1887, que ahora tenemos frente nuestro.

Ingram reproduce una revelación de Helen Whitman, a quien pretendió sin éxito el poeta poco antes de su muerte en Baltimore. La señora apunta que el linaje de Poe se remonta a una familia normanda, los Le Poer, afincada en Irlanda durante el reinado de Enriqueta II. Uno de los antepasados del poeta fue Arnoldo Le Poer, senescal del castillo Kilkenny, "caballero e instruido en las letras", que se jugó la libertad y la vida para salvar de las garras del clero a Lady Alice Kytler, acusada y llevada a juicio por brujería. ¿Casualidades o un laberíntico entretejido de relaciones para el que aún no se dispone de un hilo de Ariadna?. En cierta oportunidad, Flaubert opinó que "el frenesí de llegar a una conclusión es la más funesta y estéril de las manías". Es menos vanidad que sensatez compartir momentáneamente ese juicio. 

(Publicado en el "Cuaderno de Némesis" titulado "El caldero de las brujas")