27 febrero 2007

"Romance de la luna", por García Lorca

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño, déjame, no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.

Federico García Lorca

24 febrero 2007

¿Qué es el Uniberto?


Por Humberto Acciarressi

¿Qué es el Uniberto?, ¿cómo nació el Uniberto? Hace muchos años, andaba con ganas de sacar una revista que se llamara "A través del Uniberto", jugando, naturalmente, con el "A través del universo" de los Beatles. Esa revista debería tener todas esas cosas que no podía, o no quería, escribir en los medios en los que trabajaba como periodista. Aquellos que no ejercen esta profesión, ni se imaginan la cantidad de cosas que le quedan a uno en el tintero a la espera de un milagro. Debía afrontar dos cuestiones: no estaba dispuesto a esperar demasiado y empresarialmente nunca me fue bien. "Como creativo y escribiendo, usted es muy bueno, pero para los números es un desastre", me había dicho Jacobo Timermann cuando me preguntó y le conté del fracaso de mi revista "El espectador de la cultura", en los tiempos en que trabajé con él. "Deje eso, deje de trabajar los domingos, y yo le aumento el sueldo", agregó, cosa que hizo exactamente al día siguiente. Y no estaba equivocado.

Hasta entonces y desde entonces escribí miles de palabras (ustedes ni se imaginan cuántas, entre crónicas, reportajes, críticas, reseñas, títulos, bajadas, volantas, epígrafes, y miles de etcéteras más) y la verdad me haría muy feliz rescatar aunque sea algunas. Y eso sin contar con mis otros escritos, los no periodísticos. Pero lo cierto es que el Uniberto - originalmente iba a tener una bajada que explicaría "El universo según Humberto" - durmió el sueño de los justos, es decir, durmió mal. Lo que yo no contaba es que en el mundo de las comunicaciones iba a aparecer una cosa llamada "blog" y que, para colmo, me permitiría concretar aquella utopía personal, sin descuidar la escritura en el soporte "papel", que es gracias a lo cual vivo y de la cual estoy enamorado desde que leía el Billiken a los cuatro años.

Quedaba, claro, ver qué hacía con el contenido. Y fue entonces cuando recordé la antigua premisa: dejar constancia de todas aquellas cosas que no puedo o no quiero hacer en el periodismo "seriamente entendido" (advertirán que las comillas significan que no creo en lo que entrecomillo). En el Uniberto -el universo según los ojos de Humberto- conviven, como ustedes saben, Borges con un ET bizarro, Eliot con el último River-Boca, lo serio con el chiste (nunca, jamás, lo solemne), las tristezas personales con las alegrías colectivas (o viceversa), un viejo video de Tom Waits con el delirio de la Tigresa del Oriente, Bergman y Almodovar, y así hasta el infinito. Alguien dirá: pero eso es el periodismo. Y yo le contestaré: no. Pero eso es motivo de otra charla, aunque aclaro que las ciencias de la comunicación nunca me interesaron como teoría. Por eso escribo y no doy clases.

Voy a revelar un secreto a voces: soy el co-autor de un Manual de Estilo muy venerado por los estudiantes de periodismo. Se los resumo así: gané buena plata por escribirlo, redacté las partes referidas a la gramática y esas pavadas, y mi nombre no figura por propia determinación porque...no creo en los manuales de estilo, que son el peor flagelo del periodismo. Cuando escucho a algunos sermonear a otros citando lo que yo escribí, ¿a qué no saben que hago? Voy a Internet, busco una foto absurda, le pongo título, le escribo un comentario, la subo al blog y me cago de risa. Algún día voy a escribir cómo inventamos el "fenómeno" Gilda en la revista "Así", de Crónica, mientras escribía muy serias notas de literatura en Noticias. Nunca, sin embargo, creí que algo fuera más importante que lo otro.

A esta altura se habrán dado cuenta del motivo de estas líneas: demostrar que el Uniberto, el universo según Humberto, no es muy diferente al de ustedes mismos. Y que muchos de los solemnes que nos critican a los que tenemos uno o varios blogs, no son capaces de redactar siquiera un telegrama, aunque -a decir verdad- el texto telegráfico tiene por lo menos un estilo. Mantengo, eso sí, una ventaja. Sigo creyendo en la palabra escrita de una manera que ustedes ni se imaginan. Cuando estoy escribiendo la boludez más sublime, leo y corrijo, leo y corrijo, y no me quedo conforme. Eso pueden entenderlo quienes aman la escritura. No quienes la asesinan, ya sea en diarios, revistas y otros formatos con soporte papel, ya sea en soporte digital. Dicho esto y si mi bloguera amiga Ema Finzi no se ofende, los saludo con el sombrero gentil y florido de Marcel Marceau.

Primera fotografía tomada de Machu Picchu en 1912

22 febrero 2007

Rivadavia, entre Pozos y Sarandí, en el viejo Buenos Aires

A dos años de la muerte de Cabrera Infante


Por Humberto Acciarressi

La escena transcurría, semanalmente, en el pueblo donde nació en 1929 -Gibara, en el extremo noroeste de Cuba-, cuando apenas era un chico. Su madre, una mujer que pasaba penurias económicas, le preguntaba: "¿Cine o sardina?". Y nunca, ni él ni su hermano, confesó años más tarde Guillermo Cabrera Infante, eligió la sardina. Lo que equivalía por entonces a renunciar a la comida del día por las aventuras de la pantalla. Como Manuel Puig entre nosotros, aunque Cabrera Infante se dedicó luego a las letras y sus costumbres, el cine nunca estuvo ausente en su obra, que incluyó - ya no en el plano literario - la fundación de la Cinemateca de Cuba, clausurada en 1956 por Batista. Y de hecho tres de sus libros - "Un oficio del siglo XX", "Arcadia todas las noches" y "Cine o sardinas" - recopilan sus exquisitos, brillantes escritos sobre esa pasión no oculta, que lo acercó, incluso, a Hollywood.

Cabrera Infante definía la literatura como "un vasto campo de juego". Allí, como pocos, experimentó con el idioma desde que la fama literaria le llegó con su novela "Tres tristes tigres", donde contó la vida nocturna de tres jóvenes en La Habana pre-revolucionaria. Con ella obtuvo premios internacionales y la expulsión de la Unión de Escritores de Cuba. Luego llegaron "La Habana para un Infante difunto", "Vista del amanecer en el trópico", "Delito por bailar cha cha chá", "Ella cantaba boleros" y "Todo está hecho con espejos", entre otros.

Pinta tu aldea y pintarás el mundo, aconsejaba Tolstoi. Cabrera Infante hizo eso, aunque lo suyo es más meritorio si se considera que pasó más de la mitad de su vida fuera de su patria. Se trata de uno de los "lectores" más refinados de la realidad cubana, no sólo en lo político - como insisten detractores y admiradores - sino en lo referido a la vida íntima, cotidiana, de tristezas y alegrías, razones y sinrazones, del pueblo caribeño. Alejado geográficamente de Cuba - salvo cuando en 1965 regresó para los funerales de su madre - Cabrera Infante vagabundeó por varios países. España le negó la residencia, intentó en otras partes, y finalmente consiguió la ciudadanía británica. Jamás volvió a su patria y así, lejos de ella, lo encontró la muerte hace dos años (el 21 de febrero del 2005), cuando su cuerpo no resistió más su salud desmadejada y caprichosa.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

21 febrero 2007

Breton y la bandera de la imaginación


Por Humberto Acciarressi

André Breton nació hace 110 años y meses y murió hace cuarenta y uno, en 1966. Entre una fecha y otra transcurrieron siete décadas intensas, una vida apasionada y un entusiasmo consecuente con lo mejor de las estéticas del siglo XX. El hombre que escribió "no es por miedo a que nos llamen locos que pondremos a media asta las banderas de la imaginación" llevó la poesía a límites insospechados. No parece casual que Octavio Paz haya anotado: "Las ideas de Bretón sobre el lenguaje eran de orden mágico y poseían una precisión y una penetración que me atrevo a llamar científicas".

El hombre que alternaba la tranquilidad casi budista con temibles ataques de cólera, era amigo confeso del escándalo. Ya sea cuando se agarraba a trompadas a orillas del Sena o cuando besaba como un noble la mano de las mujeres. Pueden anotarse algunos hitos: estuvo en el frente durante la Guerra del 14, estudió medicina, se familiarizó con Freud, participó del Cabaret Voltaire dadaista y más tarde se enfrentó con Tzara. Su libro "Los campos magnéticos" fue una experiencia de escritura automática, que le dio algunas ideas para lanzar, en 1924, el Primer Manifiesto Surrealista. Allí insiste: "Amada imaginación, lo que más amo en ti es que jamás perdonas". Breton repudia el realismo, el objetivismo y la construcción psicológica de los personajes. Mucho de esto se observa más tarde en su novela "Nadja". Y en medio de todo rescata la obra de autores como Mallarmé, Hugo, Rimbaud, Chateaubriand, Sade, Swift, o Lautremont.

Su afiliación al partido Comunista le alejó muchos seguidores y le acercó otros. Su ortodoxia le valió perder grandes exponentes del arte del siglo XX, como Ernst, el propio Dalí, Duchamp, Aragon, Eluard o Artaud, entre otros. El mismo fue expulsado más tarde por los ortodoxos del Comunismo, que nunca entendieron el surrealismo.Con errores por momentos mayúsculos, Breton siguió fiel a los escándalos hasta su muerte. Pero su mayor fidelidad fue para su amada imaginación. Marcel Duchamp lo definió con poesía impar: "Era el amante del amor en un mundo que cree en la prostitución". Nada más para agregar. A un hombre así se le puede y se le debe perdonar cualquier cosa.

(Publicado en "Tiempo de Arte")

Andersen, la escritura y la tradición oral

Por Humberto Acciarressi

Desde el 2 de abril de 1805 en que nació en la ciudad danesa de Odense, Hans Christian Andersen sufrió hambre y pobreza. Su padre, que había construido su cuna con la madera sobrante del féretro de un noble, murió pronto. Su madre, vuelta a casarse, apenas tuvo tiempo para ese hijo que enfrentaba las tristezas con una imaginación portentosa. A los catorce años viajó a Copenhage, donde soñaba convertirse en bailarín, cómico o cantor. Y si fuera posible las tres cosas. No pudo ser ninguna.

Trabajó en una fábrica, donde distraía a sus compañeros cantando o recitando fragmentos de obras escritas por él. Cuando resolvió estudiar a los veinte años, apenas compartía minucias cotidianas con sus condiscípulos de diez. Hasta que un día alguien se interesó en sus escritos, editó el "Viaje al pie del canal de Holin", y el joven de los zapatos rotos fue aceptado en los cenáculos.

Gracias a mecenas generosos, viajó por el mundo y fue puliendo -en la observación y la descripción- el acento maravilloso de sus cuentos. Formado como autodidacta en las lecturas de Goethe, Hoffman y Schiller, Andersen intentó la dramaturgia sin éxito. No tuvo la suerte de James Barrie, que dió larga vida a Peter Pan desde un escenario. También escribió algunas novelas, unos interesantes relatos de viajes, poesías, y la autobiografía "El cuento de mi vida". Pero lo suyo estaba en otro lado.

Durante una estancia en Inglaterra, buscó y obtuvo la amistad de Charles Dickens. Por lo que se sabe, el autor de la "Historia de dos ciudades" ejerció una gran influencia sobre Andersen, que adquirió un eficaz equilibrio entre la realidad y su desmesurada fantasía. Los eruditos aún no acuerdan sobre un dato casi arqueológico: los cuentos que escribió entre 1835 y 1872. Unos dicen que fueron 164, otros 168.

Ni Defoe con su Robinson Crusoe, ni Swift con Gulliver, ni Saint-Exupery con su Principito, y mucho menos los fabulistas, buscaron el público infantil, que sin embargo obtuvieron. Andersen quiso escribir para los chicos. La primera colección la edita en su país con el propósito en el título: "Cuentos contados a los niños". En su vastísima producción hay clásicos como "El patito feo", "El valiente soldadito de plomo", "La sirenita", "Las zapatillas rojas" y "Pulgarcita" (mujer y no varón como popularizó el cine).

Andersen, como Perrault y los hermanos Grimm, tuvieron una especie de desgracia póstuma. Muchos de sus cuentos fueron y son editados sin mención de sus nombres, como si pertenecieran a la tradición oral. A pesar de sus desventuras -atenuadas por la tremenda tenacidad que puso para salir adelante- Andersen escribió en 1855: "Mi vida es un cuento maravilloso, marcado por la suerte y el éxito". Murió veinte años después, en 1875, en Copenhague. Su gran inventiva no le permitió vislumbrar que a dos siglos de su nacimiento y 130 años de su muerte sus cuentos se leerían en casi todas las lenguas del mundo. A veces -o por lo menos en su caso- la imaginación peca de modestia.

(Publicado en "Tiempo de Arte")

19 febrero 2007

Xul Solar, el artista que recreaba el universo


"Diría que nosotros, o casi todos nosotros, vivimos aceptando el universo, aceptando tradiciones, conformándonos a las cosas. En cambio, Xul vivía recreando el universo. Lo recreaba en cada momento"
 Jorge Luis Borges








18 febrero 2007

Fernando Pessoa, Ricardo Reis y la doble ironía

Por Nora Abdala 

Mijail Bajtin sostuvo que el lenguaje irónico es aquel que tiene la particularidad de dividir al sujeto en una entidad empírica capaz de existir entre un estado de inautenticidad y autenticidad. Nada mejor que esta idea para entender la heteronimia en la obra de Fernando Pessoa. El poeta portugués se desdobló, como es sabido, en una serie de personajes, de los cuales los más importantes son los poetas Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Alvaro de Campos. Esta aventura, única en la literatura, le permitió realizar un proceso de despersonalización que – proeza de imaginación mediante –, lo llevó a inventar personajes con obra literaria afín, diferentes a él mismo. A la manera de la escritura dramática, posibilitó su existencia a partir de una expresión absolutamente sincera. A este fenómeno de creación tan singular lo bautizó con el nombre de “drama em gente”, que engloba al conjunto de su producción heterónima. El propio Pessoa ha ironizado al respecto: “No sé si realmente existieron o si soy yo el que no existo. En esto como en todo, no debemos ser dogmáticos”.

Lo cierto es que el 8 de marzo de 1914, el poeta escribió sin parar treinta y tantos poemas que se le aparecieron como obras de Alberto Caeiro – el primero de los heterónimos – y que ese mismo día, influyeron a su vez sobre la escritura del poema “Lluvia oblicua”, firmado con el nombre de Pessoa. Esta confidencia del poeta, unida al hecho de que asegurase más tarde que Caeiro era el maestro - no sólo de los heterónimos Campos y Reis, sino también del suyo propio - convierte a Pessoa (cuando conserva su nombre) en un poeta de igual naturaleza literaria que sus heterónimos.

Los otros dos personajes nacieron el mismo año que Caeiro: el primer poema de Alvaro de Campos, titulado “Opiario”, fue escrito en el mismo mes de marzo, mientras que la primera Oda de Ricardo Reis, lleva fecha del 13 de junio. No deja de ser interesante que Reis, el primero de los heterónimos presentido por Pessoa (en 1912 se le apareció vagamente su retrato, luego olvidado), fuese el último en escribir un poema. Es posible pensar que, en este caso, el gran esfuerzo de despersonalización haya sido el más arduo. Pessoa confesó más tarde que Reis era el poeta que él mismo hubiera querido ser.

De acuerdo a los datos que nos proporciona su creador, Ricardo Reis es médico de profesión y monárquico, circunstancia inquietante que lo lleva a emigrar algunos años a Brasil. Educado en un colegio de jesuitas, recibe una formación clásica y latinista que ayuda a consolidar una estructura de personalidad típicamente conservadora. Heredero del gran poeta latino Horacio, domina las formas de la tradición grecolatina y proclama la disciplina de la construcción poética bajo el amparo de los dioses de la antigüedad pagana.

Ricardo Reis escribió sus Odas a lo largo de dos décadas (de 1914 a 1935); Fernando Pessoa murió pocos días después de haber redactado la última. Como la mayor parte de la obra del portugués, casi todos estos poemas quedaron inéditos, a excepción de 28, aparecidos en las revistas Athena y Presenca. Es el heterónimo más cercano y el que lo acompaña hasta sus últimos días. Los une el cuidadoso uso de la rima, el tradicionalismo estilístico, la mesura y la contención del discurso. A Pessoa lo tientan los sonetos; Reis escribe odas, elegías y epigramas, a la manera de los poetas latinos.En el equilibrio sistemático de su heterónimo puede reflejarse la férrea educación victoriana que Pessoa recibió en sus años de infancia y adolescencia en Durban, Africa del Sur (único territorio extranjero conocido).

¿Por qué Fernando Pessoa decide inventar semejante engendro contra la corriente de su época? ¿Qué vínculo los une? El poeta hace público el rechazo ante el estoico rigor y la lúcida pero fría perfección de su criatura: “Reis escribe mejor que yo el portugués, pero con un purismo que considero exagerado”. Los primeros lectores del heterónimo advirtieron con desconcierto su presencia extraña y extravagante. En el contexto histórico perduraban aún los ecos del simbolismo, y la modernidad luchaba por desvincularse en forma radical de la tradición. Una reducida crítica literaria dedicó a su poesía escasa atención, pero le reprochó sus excesos formales. No se entendía el capricho de Reis por establecer una relación entre un presente cada vez más secularizado y un pasado cuyas esencias debían continuar vivas, siempre y cuando se comprendiese la doctrina de los dioses paganos. Para ello era necesario interpretar que el heterónimo no hacía otra cosa que alimentarse del quebranto de la fe sufrido por Fernando Pessoa. Sus propias palabras explican su estética y su paganismo trascendental: “Hay sólo dos clases de estados de ánimo constantes con los cuales vale la pena vivir: con la noble alegría de una religión o con la noble tristeza de haberla perdido; lo demás es vegetar”.

Las Odas de Ricardo Reis, con sus arcaísmos léxicos, sus latinismos, sus figuras de estilo como el hipérbaton y la elipsis, sonaban en el horizonte de la modernidad como artefactos artificiales y – fundamentalmente - inútiles. Uno de los pocos que alentó esta “anacrónica” invención poética fue el amigo de Pessoa, Mario Sa Carneiro, quien en una carta enviada en 1914, le señala con admiración: “Ha conseguido crear una novedad clásica, horaciana. Pues tal es la impresión que me han dejado: no sé por qué, contienen elementos nuevos. Permítame decirle: una maravilla de impersonalidad. La primera estrofa de la primera Oda es algo grandiosa - muy nuevo, en su sencillez y en su clasicismo- Horacio multiplicado por el alma”.

Recordémosla, en una versión castellana: “Seguro asiento en la columna firme / de los versos en que quedo, / no temo el influjo innúmero futuro / de los tiempos y el olvido; / que la mente, cuando fija, en sí contempla / los reflejos del mundo, / de ellos se plasma vuelta, y al arte el mundo / crea, que no la mente”. Ricardo Reis retoma los grandes temas de la poética de Horacio: el carpe diem, la idea de la fraternidad y la imperturbabilidad o ataraxia – conceptos claves epicúreos -, el tiempo circular de la naturaleza. Como también su particular punto de vista sobre la filosofía estoica: “No tengas nada en las manos / ni una memoria en el alma / que cuando te pusieren / en las manos el óbolo último, / al abrirte las manos / nada te caerá”.

A diferencia de Horacio, que aconseja un goce moderado (pero más sensual), el poeta propone una estricta serenidad intelectual contenida por la abstracta geometría del lenguaje. Construye una visión del mundo que reniega de la pasión y los sobresaltos, una sensación de libertad custodiada por la acción de la indiferencia. Ajeno a la manipulación del mundo moderno, elabora una teoría poética del desapego ¿Por qué Pessoa, a través de Ricardo Reis, imprime un nuevo sello a la tradición? ¿En qué consiste, dentro de una poesía tan lograda, ese sentimiento de irrealidad y topología quimérica que produce? Lo que sí puede asegurarse es que en ese mecanismo de reescritura del mundo clásico, opera inevitablemente una crítica del mismo texto y de la condición humana, rasgo particularmente constitutivo de los tiempos modernos. Subyace, en ese diálogo anacrónico con la antigüedad, a la manera de un pentimento, una sensación de angustia anestesiada.

La ironía, dice el francés Vladimir Jankelevitch, consiste en ausentarse. El movimiento de la conciencia, luego de aplicar sobre el objeto de conocimiento una afirmación categórica, se permite una segunda actitud: una especie de echarse atrás, algo así como la transformación de una presencia en ausencia. Ese alejamiento, junto con la dosis de ocio indispensable para la representación, permite a la conciencia despegarse de las cosas, distraer la vida hacia la esfera del campo intelectual. “Oí contar que otrora, cuando en Persia / había no sé qué guerra / cuando la invasión ardía en la Ciudad / y las mujeres gritaban / dos jugadores de ajedrez jugaban / su juego continuo”. De esta manera, Ricardo Reis emprende una actitud irreverente, que desarrolla minuciosamente en “Los jugadores de ajedrez”. Frente a las atrocidades de la guerra, el juego parece una acción inútil, pero, paradójicamente, transforma esta indiferencia en un ejemplo moralizante: en el mundo contemporáneo, los modos de pensar se han olvidado y las acciones que hay que atender, obedecen al error.

Detrás de la seriedad de nuestro circunspecto poeta monárquico, se asoma la conciencia disponible del otro, de Fernando Pessoa. A partir de su variada multiplicidad de puntos de vista, se permite corregir “…fragmentando el discurso compacto, el pensamiento, que aprende a mirar de derecha e izquierda, y se quita por fin el pesado manto de la necesidad.”, tal como caracteriza al ejercicio de la ironía, Vladimir Jankelevitch.

Si, como pasajero del tiempo lineal, Reis inmoviliza la irrealidad del instante - “enlacemos y desenlacemos las manos”, nos dice en un poema célebre -, también encara su destino de antihéroe con este verso cruel: “Sabio quien se contenta con el espectáculo del mundo”. Precisamente, en la contemplación y el no formar parte de la acción de ese mundo que - allá por los años de su muerte literaria prefiguraba otra nueva desintegración masiva – reside la sabiduría de su escepticismo elegante. Con sutil ironía, herramienta indispensable para la tarea, Fernando Pessoa – uno de los poetas más originales del siglo XX – cava un surco hacia uno de los caminos más desasosegados del más allá, el de la plena libertad poética.

(Publicado en "El Espectador de la Cultura")

La otra cara de Samuel Beckett


Por Humberto Acciarressi

En ciertos casos, para evitar malos entendidos o entripados innecesarios, cabe aclarar las cosas de entrada. "Esperando a Godot" y "Fin de partida" son dos obras magníficas, revolucionarias, y sin ellas la escena del siglo XX estaría huérfana de una de sus patas fundamentales, la del absurdo. Aclarado este punto para no herir suceptibilidades, pasemos a otros aspectos de la obra de Samuel Beckett, ese irlandés orgulloso que nació bajo el signo de Aries en las cercanías de Dublin, el 13 de abril de 1906. Es decir, hace un siglo y monedas. Fue un viernes Santo, pero - como queda dicho - un viernes trece. De una manera u otra, una carga para este descendiente de hugonetes franceses llegados a Irlanda en el siglo XVIII.

El hombre que en una oportunidad dijo que "el único medio de renovación consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden", se dedicó con entusiasmo impar a ese postulado, sufriendo de ciertas contingencias no deseadas. Y llegó a conclusiones poco alentadoras, entre ellas que la vida carece de sentido. Su personalidad tuvo varias peculiaridades. Por un lado, fue solitario, hipersensible e introvertido. Por el otro, tenía una gran percepción, una memoria digna del Libro Guiness y un extraordinario sentido del humor. Antes de pasar a su literatura no huelga consignar que, durante la guerra desatada por Hitler, Beckett integró una red de inteligencia de la Resistencia Francesa. Mientras escribía y se preparaba para ser considerado, años más tarde, como uno de los escritores más importantes del siglo, artífice de una literatura de extrañas resonancias.

Esclavo de sus dos obras más famosas, suele olvidarse que Beckett es autor de unos extraordinarios relatos breves, singulares obras maestras como "El despoblador", "Verse", "El dinero" y otros editados oportunamente por Tusquets. Una faceta menos conocida es la que concluyó en "Film" (dirigida por Alan Schneider y protagonizada por Buster Keaton), su aislada incursión en el cine (guión mediante) que dio pie a su también único viaje a Estados Unidos. Y por supuesto no debe dejarse de lado su actividad como novelista, con títulos como "Malone muere" y "El innombrable". Sin embargo es con "Molloy" donde llega a alturas sólo alcanzadas por Kafka, donde aparece su preocupación por el hombre trágico en un relato circular lo más cercano a la perfección. Y naturalmente su poesía, labrada desde la lejana influencia de Eliot y Pound hasta alcanzar, con el tiempo, su voz inconfundible.

Beckett, que había sostenido que "el pecado capital es nacer", enmendó esa culpa ajena a su voluntad el 22 de diciembre de 1989. Recluido, aislado, hacía mucho que el mundo ya no contaba para el irlandés, aunque su cabeza altiva y sus ojos penetrantes importaran para un mundo no menos absurdo que muchas de sus obras. Si alguna vez había dicho que "lo único que cuenta es la escritura"- postulado al que fue leal hasta la muerte - no es desacertado recordar lo que dijo de él otro grande: Emil Ciorán. Ambos compartían esa especie de ferocidad que subyuga y el amor por los cementerios, que a veces es como una marca de fábrica. "No vive en el tiempo, sino parelelamente al tiempo - dijo el rumano del irlandés-. Por eso nunca se me ha ocurrido preguntarle lo que pensaba de algún acontecimiento particular. Es uno de esos seres que permiten concebir la historia como una dimensión de la que el hombre hubiera podido prescindir". Como elogio es casi inigualable. Pero al hombre que no asistió a recibir el Nobel en 1969 y que donó el dinero del premio a gente sin recursos, los homenajes no le gustaban. Claro, además escribió "Fin de partida" y "Esperando a Godot". Pero esto ya se sabe.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

17 febrero 2007

Afiches entre los escombros de la guerra


Por Humberto Acciarressi

La Guerra Civil Española fue, casi como ningún otro conflicto bélico, la suma de las pasiones. Los datos, escalofriantes, dicen que entre 1936 y 1939 se llevó un millón de vidas, inauguró la larga dictadura franquista y fue el prolegómeno de su hermana mayor, la desatada por Hitler y compañía. Las artes, naturalmente, no podían ser ajenas a ese imperio de las pasiones. Queda, como exponente supremo, el "Guernica" de Picasso. La obra inspirada en el bombardeo de la ciudad vasca por los aviones alemanes aliados a Franco, corrió mejor suerte que el hoy desaparecido mural "El campesino catalán en revolución", de Joan Miró. Ambos artistas, sin embargo, fueron la punta del iceberg de las artes plásticas puestas al servicio de la causa republicana. Asimismo, resulta imposible escamotearle a la guerra civil española la impronta de los intelectuales.

Aquella guerra fue mucho más que un mero dato geopolítico. Fue un concierto de imágenes en el que pueden figurar el fusilamiento de García Lorca en "su Granada", al decir de Antonio Machado, muerto a su vez durante el largo éxodo que siguió a la caída de Madrid en manos franquistas. O Miguel Hernández recitando sus poesías en el frente y agonizando más tarde en las cárceles de Franco. O bien el gigantesco Unamuno, muerto de tristeza luego de retrucar el "Viva la muerte" del general fascista Millán de Astray con su "Venceréis, pero no convenceréis". O Ernest Hemingway, George Orwell y John Dos Passos -por nombrar apenas tres intelectuales ilustres- escribiendo en las trincheras.

Paralelamente al arte mayor, el alto mando republicano apeló a la comunicación cotidiana, al slogan efímero, al panfleto multitudinario, al cartel callejero. Cuando la República lanzó su S.O.S al mundo, 35.000 brigadistas internacionales ingresaron al país y unos 50.000 españoles se dieron cita en las puertas de Madrid para defender la capital. En el caso de la cartelística fue igual: los encargados de la propaganda republicana hicieron la convocatoria y unos cien ilustradores - la mayoría con un promedio de veinte años de edad - acudieron al llamado. Eran artistas que sintetizaban, en un atrevido experimentalismo gráfico, algunas de las tendencias más revolucionarias de la ilustración.

El historiador del diseño Enric Satué ha escrito que "la única vanguardia artística en el mundo que enseguida fue del dominio público fue la española". Especialmente, puede añadirse, en el bando republicano. El propio Orwell, muchos años antes de su "1984" y de "Rebelión en la granja", escribió en "Homenaje a Cataluña" que "por todas partes se veían carteles revolucionarios, flameando desde las paredes sus limpísimos rojos y azules". Esos afiches hablaban desde los muros de las ciudades bombardeadas. Cuando llegó el final, lo que había sobrevivido a la metralla y a la sangre en las paredes utilizadas como patíbulos, se perdió bajo el hollín y el agua.

Unos dos mil carteles, sin embargo, escaparon a la destrucción bélica y al paso del tiempo. Son los que se encuentran en poder de la Fundación Pablo Iglesias, que los porteños pudimos ver hace un par de años en el Museo Nacional de Bellas Artes. Afiches originariamente ceñidos a una duración efímera, que al calor de las batallas podía ser de apenas un día o incluso horas. Sin embargo, ese arte de vanguardia aplicado a la cartelística ha pasado la prueba del tiempo. Mientras, otras guerras sucedieron a aquella. Igual de terribles, pero sin artistas para contarlas.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)




Gombrowicz, la hostilidad y la devoción


Por Humberto Acciarressi

Milan Kundera, amigo de las vanguardias y poco propenso al elogio fácil, dijo en una oportunidad que Witold Gombrowicz es uno de los precursores de la moderna novela europea. Carlos Fuentes, por su lado, sostuvo que "Ferdydurke" es una de las diez mejores novelas del siglo XX. Tal vez un poco exagerado, y seguro muy provocativo, Ricardo Piglia aseguró -pecado de lesa literatura- que Witold "es el mejor escritor argentino del siglo XX". Pero más allá de exageraciones, devociones, pasiones encontradas, y otros entusiasmos de la razón y del corazón,lo cierto es que Witold Gombrowicz es uno de los escritores más singulares y una de las personalidades más inquietantes del siglo que aún sentimos como propio.

Los datos biográficos de este autor impar -en un hombre que fue pura biografía- podrían resumirse en unas pocas aunque relevantes fechas. No es un dato menor, por ejemplo, que haya nacido -hace poco más de cien años- en una humilde aldea de Polonia, pero en el seno de una familia noble. Sus estudios de Derecho en Varsovia, una breve estancia parisina y sus primeros devaneos literarios en la década del treinta podrían agregar algo al origen de su misterio. Para los argentinos -y para él mismo- una fecha clave en su vida fue el 21 de agosto de 1939, cuando llegó a Buenos Aires a bordo del barco Chorbry, en el viaje promocional de una empresa naviera. Una semana más tarde, como para acentuar el peso del destino, en Europa estallaba la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Gombrowicz llegó a nuestro país, ya había escrito la colección de cuentos "Memorias de la inmadurez o Bakakai",la pieza teatral "La princesa Yvona de Borgoña" y su obra maestra "Ferdydurke". Sin embargo,era un autor desconocido y -en muchos casos- maltratado por sus colegas. La Argentina no fue muy hospitalaria en ese sentido, o por lo menos no lo fue el círculo que rodeaba a la visionaria Victoria Ocampo. Witold, hay que decirlo, era demasiado hostil en su trato. Ernesto Sábato lo recuerda en el prefacio a la edición de "Ferdydurke" de 1964: "Era un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía helado y cerebral...".

Sí cultivó la amistad del cubano Virgilio Piñera -por entonces en Buenos Aires-, de Adolfo de Obieta, Arturo Capdevila y Carlos Mastronardi, entre otros. Algunos de ellos lo ayudaron a traducir sus obras al español. Así fue como el misterioso Witold, llegado casi casualmente, se afincó entre nosotros por más de dos décadas. No se entregó a las añoranzas, sino que criticó con vehemencia a su país y no fue condescendiente con los intelectuales de la patria adoptiva,incluyendo a Borges,con quien mantuvo una cena desastrosa en la que no congeniaron. "Los hechizados", "Trans-Atlántico" y "Pornografía" son algunas de sus otras obras, hoy casi inhallables en las librerías.

Su raid argentino culminó abruptamente, sin despedidas, a comienzos de los sesenta. De su paso por estas tierras queda su "Diario argentino". Su muerte, acaecida en 1969 en Francia, pasó inadvertida en casi todo el mundo,incluyendo -naturalmente- a Buenos Aires. Hoy dos patrias se disputan la paternidad de su obra literaria. A Witold, no caben dudas, eso le hubiera causado gracia.

(Publicado en "Tiempo de Arte")

11 febrero 2007

Gabriel García Márquez y un discurso célebre


LA SOLEDAD DE AMERICA LATINA
(Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura de 1982)

Por Gabriel García Márquez

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontabels. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.


La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fué tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en Paris en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéros sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo.

Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi 120 mil, que es como si hoy no se supiera donde están todos los habitantes de la cuidad de Upsala. Numerosas mujeres encintas fueron arrestadas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aun se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.


De Chile, pais de tradiciones hospitalarias, ha huído un millón de personas: el doce por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el pais más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fué para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios.

Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.


No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre estos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los paises más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra"