Por Humberto Acciarressi
Había una vez... Esta historia podría comenzar de esta manera. Incluso parece para que los padres se la cuenten a los chicos antes de la llegada del sueño. Entonces comenzemos. Había una vez un granjero inglés, al que siempre le robaban las ovejas, y que para poder reconocerlas una vez cometido el delito, se le ocurrió la bizarra y psicodélica idea de pintarlas de naranja. Un tipo fuera de su cabales, sin duda. Y con una familia bastante generosa, dado que todavía no lo internó en un hospicio. Lo cierto es que como un capítulo de Submarino Amarillo, de los Beatles, por las adyacencias de la casa de este pintoresco sujeto pastan las pobres ovejas con el color estrafalario. Hasta el momento se ignora si las lanudas víctimas de John Heard son felices.
Las informaciones no señalan cómo fueron pintadas, si a pincel o con aerosol. Lo cierto es que cuando las esquilen, esa lana sólo servirá para tejer sueters, bufandas o guantes de color naranja. Y al ser sacrificadas, no podrán evitar que todas las miradas se dirijan hacia ellas. Criaturitas destinadas al cadalso y a la burla pública. Mr. Heard podrá evitar que no le roben las ovejas, o reconocerlas si lo hacen, pero las ha convertido en el hazmerreir del mundo animal. Ya nadie las toma en serio. Hasta se dice que los que cuentan ovejas naranjas para dormirse, padecen insomnio eterno. Lo menos que podría hacer PETA es obligar al granjero que les pague un psicólogo a los pobres bichos. Si hasta dan ganas de llorar.
(Publicado en la "Columna del editor" de La Razón, de Buenos Aires)