04 mayo 2011

Ernesto Sábato: la tragedia de pensar



Por Humberto Acciarressi

Ernesto Sábato está muerto. Estaba cerca de cumplir los cien años, de manera que no hay que lamentarlo sino más bien admirar tanta pulsión de vida en una persona que solía manifestar una visión trágica de la existencia. Ernesto Sábato está muerto, en un momento en que la literatura argentina no pasa su mejor momento, si nos guiamos por la calidad y no con ojos de contadores. Con todas las criticas que se le pueden hacer (nos referimos a su estética no a esos otros detalles que en unos años nadie recordará), habría que agregar que fue un peso pesado de las letras argentinas. Y que ya casi no queda ninguno.

Enemigo de los minimalismos, aspiraba a las grandes obras como manifestación del espíritu humano. En su propia cosecha sólo se contabilizan tres novelas: El túnel (1948), Sobre héroes y tumbas (1961) y Abaddón el exterminador (1974). La primera, más cercana a lo que los franceses llaman una nouvelle, un relato largo que no llega a ser novela. En ella, Sábato supo combinar la intensidad del cuento y el desarrollo de la novela.

Su gran obra, el libro por el que será recordado, fue "Sobre héroes y tumbas", una pieza que parece esas mamushkas que encierran una muñeca dentro de otra, incluso hasta cuando ya no es posible. La tragedia de Alejandra y de su padre, Fernando Vidal Olmos, deben verse además a la luz del Informe sobre Ciegos y del relato del viaje final del cuerpo acribillado de Juan Lavalle, llevado en huida por los escasos soldados que sobrevivieron de su ejército, con las lanzas rosistas quemándoles los talones.

Ese fue uno de los puntos estéticos de su visión del mundo, la fe de esos hombres fantasmales en medio de la desesperación, la lealtad en el centro de la derrota y la traición. "Abaddón...", demasiado panfletaria y bastante confusa, pasó sin pena ni gloria. Esa novela tiene una grandilocuencia que nada tiene que ver con la anterior, de la que algunos quisieron ver una continuación. Decenas de libros de ensayos, algunos de ellos brillantes ("El escritor y sus fantasmas", "Uno y el universo", "La cultura en la encrucijada nacional", etc), completan una obra con la que podría haber aspirado tranquilamente al Nobel. Lo que no quiere decir nada, salvo eso. En realidad, a diferencia de Borges, Cortázar, Puig, Bioy Casares, Mujica Lainez (acaso el más emblemático de los escritores cuyas obras son el canto del cisne de una Argentina ya desaparecida), a la obra de Sábato siempre parece faltarle algo. Tiene un nosequé de cuestión inconclusa que no desentona con sus ideas existencialistas.

En los últimos años de su vida, reinvindicaba la lucha no violenta, gandhiana, los movimiento de resistencia pacífica. Curiosamente, este hombre amargado, malhumorado, que abjuraba de la ciencia en la que se formó y reinidicaba el poder de la locura de un Holderlin y el divagar del poeta a oriillas del río Neckar, no era un pesimista. Incluso lo era menos que algunos que dicen no serlo. Sábato sostenía -con rigor constante- que las utopías son futuras realidades.

Sus críticos aprovecharon la confusión. Algunos vincularon adrede la visión trágica, la mirada unamuniana de la existencia, con un bajar los brazos. El que se abandona ya no sufre y que Sábato haya dejado las letras para dedicarse a la pintura u otros menesteres, no fue una renuncia sino una forma menos dolorosa de encarar ese sufrimiento que lo acechó durante una centuria menos los 55 días que faltaban para su cumpleaños. Borges, con ironía no exenta de crueldad, llamaba a su colega: "El Dostoievsky de Santos Lugares". Y no entendía cómo se podía haber prestado a dirigir la Conadep o haber trabajado en lo que la historia conoce como el Informe Sábato y que reúne los casos más terroríficos cometidos durante la dictadura militar, con tantos detalles que ni Dante los podría haber imaginado peor. "Soy un anarquista. En el sentido mejor de la palabra", decía, y no dejaba de mencionar el ejemplo de Leon Tolstoi. Y desde ese lugar condenó más tarde los decretos del gobierno peronista de Menem que le dieron la libertad a los genocidas condenados. Ernesto Sábato está muerto. Leerlo o releerlo podría ser el mejor homenaje.

(Publicado en La Razón, de Buenos Aires)