05 noviembre 2013

Una defensa de la charla de café


Por Humberto Acciarressi

Uno de los sellos característicos de Buenos Aires, una marca de fuego en su cultura urbana que no distingue ni clases sociales ni credos religiosos o políticos, es la charla de café. Los boliches, desde los tiempos de la revolución de Mayo hasta la actualidad, han sido mucho más que un sitio en el que se come o se toma algo. Esa "escuela de todas las cosas" y "su mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas" -en el decir impar de Enrique Santos Discépolo en "Cafetín de Buenos Aires"- es mucho más que en otras partes del mundo. Ni las malarias económicas ni esos vértigos de Montaña Rusa que tiene nuestra historia, han modificado esa tradición de ámbito para las charlas de los cafés porteños.

En una oportunidad, un escritor que ahora no viene al caso mencionar, cada vez que uno se lo encontraba en el viejo "El Ciervo" de Callao y Corrientes, solía decir: "A mis cuentos les estaba faltando un poco de café". Lo cual era gracioso, ya que esa confitería era de las más lujosas y no precisamente La Giralda o El Británico, pero en algo tenía razón: alli también la gente se reunía a charlar, sea con café de por medio, sea con un té con masas. En las mesas de los cafés nacieron y murieron amores, surgieron revoluciones y contrarevoluciones, se pergeñaron robos del siglo y hasta asesinatos, se discutió de fútbol, de política, de laburo, del sexo de los ángeles. Ni la llegada de internet y sus redes sociales modificó eso.

Acaba de darse a conocer un estudio que sostiene que la Argentina, en materia de utilización de Twitter y Facebook entre otras, está por debajo de Brasil, pero por arriba de cualquier otra ciudad americana. Una barbaridad. Y sin embargo, con el uso de los móviles inteligentes y de las computadoras de bolsillo, en el caso de los cafés porteños hasta podría decirse que esto le echó más leña al fuego. Y desde sus mesas "que nunca preguntan", los habitués charlan entre ellos con el mismo entusiasmo de siempre, y además con sus amigos virtuales, a muchos de los cuales los conocen, personalmente, en otros boliches. No es casual que a los turistas les llame la atención eso de quedarse, con el precio de un café -de uno solo-, horas y horas frente a una mesa, mirando como el mundo se construye o se destruye en una suma infinita de segundos. Los porteños lo sabemos desde siempre, pero no está mal recordarlo de cuando en cuando.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)