Por Humberto Acciarressi
No tuvo la fama de los animales más célebres de la historia y la literatura. No fue famosa como Bucéfalo, Cancerbero, Rocinante, Dumbo o el Ratón Mickey. No padeció, a diferencia de Ricardo Fort o Graciela Alfano, los vaivenes del mundo mediático. Careció de prensa, tuvo el nombre de un ogro de película -Shrek-, y ningún habitante del planeta tiene un pulover hecho con su lana. Ni siquiera alcanzó la dignidad científica de su prima, la clonada Dolly. Inspiró, sí, tres libros. Personalmente prefiero no leerlos porque aparentemente no fueron autorizados por ella. Sin embargo, la oveja más lanuda del mundo (o lo que alcanzaba a verse de ella debajo de 27 kilos de lana), se murió a los nueve años en Nueva Zelanda, donde había nacido.
A la compañera del diario que realizó la crónica, en la edición de ayer, le hubiera bastado con la primera línea para condensar lo que fue la vida de esta noble oveja: "No quiso que nadie lucrara con su cuerpo y se convirtió en un símbolo nacional". El 28 de abril de 2004 fue una fecha bisagra en su vida: su esquila fue transmitida por televisión. Su orgullo pudo más. Mientras seres humanos se prestan a las más sórdidas bajezas para aparecer en público, la oveja Shrek dio un ejemplo de brutal honestidad. Debemos aspirar a que su gesto quede.
Indignada por la utilización indiscriminada de su cuerpo y de su psiquis, la oveja comenzó un largo periplo de siete años. Cada vez que se acercaba la fecha de la esquila, ella escapaba y la leyenda sostiene que se escondía en cuevas. Nadie la veía, o quizás la ocultaban. Lo cierto es que temporada tras temporada, Shrek -que era macho; caso contrario, podemos inferir que hubiera sido Fiona- retornaba cuando habían desaparecido las tijeras y cada vez acumulaba más lana. En los últimos tiempos ya era una masa informe, pero libre. Hace unas semanas, se sintió mal. Dicen que murió en paz. La "oveja fugitiva", la "rebelde", no escuchó lo que alcanzó a decir su dueño: "Era una gran estadista entrada en años. Nos enseñó bastante". Todo aquel que en este momento no esté llorando, no merece otra cosa que nuestra lástima.
(Publicado en la columna "El clik del editor", de La Razón, de Buenos Aires)