Neurótico e introvertido, molesto por el bullicio, el joven bajó del tren y echó una mirada a su alrededor. Corrían los primeros días de 1907 y Adolf Hitler llegaba a Viena con el peso de una de sus primeras obsesiones: aprobar el examen de ingreso a la Academia de Bellas Artes. Desde tiempo atrás vivía con la esperanza de convertirse en un gran pintor, de ser considerado entre los mejores artistas de un siglo que comenzaba a transcurrir abrigado de promesas. Apenas unos días más tarde, los profesores que examinaron los trabajos dieron su lacónica opinión sobre las condiciones del aspirante: "Resultados insuficientes, ejercicios de dibujo no satisfactorios". Con el ego lastimado y un entusiasmo menos admirable que patético, un año después dio otra prueba. Los maestros de la academia ni siquiera lo dejaron concluir el examen. Ninguno de ellos pudo imaginar cómo iba a repercutir en la historia del siglo XX esa descalificación tan rotunda.
Treinta años más tarde, aquel joven desairado en Viena ya se había convertido en el dueño de la vida y de la muerte de todos los alemanes, y en su mente afiebrada latía el sueño de una Europa a sus pies. No debieron ser muchos los que intuyeron la lejana frustración del líder cuando, el 19 de julio de 1937, inauguró en Munich la exposición "Arte degenerado". En ella, bajo la mirada marcial de los SS, se exhibieron 650 obras pertenecientes a 112 artistas de las escuelas cubista, expresionista, dadaista y surrealista. Obras de Grosz, Picasso, Kandinsky, Matisse, Klee y Barlach colgaron de las paredes para que los fanáticos nacionalsocialistas se burlaran a sus anchas.
Uno de los "expositores", Ernst Ludwig Kirchner -baluarte del grupo alemán "El Puente"- no pudo aguantar la humillación y se quitó al vida cuando el mundo caía en el abismo de la guerra. Por esas paradojas de la historia, mientras los jerarcas nazis nutrían sus colecciones privadas con cuadros robados en los museos de las ciudades ocupadas y echaban las bases de un comercio ilegal que aún perdura, el Führer dejaba correr su tiempo libre mirando westerns norteamericanos y festejando los tiros de los cowboys. La cuenta pendiente que tenía con el mundo del arte ya se la había cobrado a sangre y fuego.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)