13 agosto 2015

El crimen de Hiroshima y el milagro de una flor


Por Humberto Acciarressi

Muy poca gente -incluyendo a los propios japoneses- sabía demasiado de Hiroshima, esa población fundada a fines del siglo XVI, que adquirió notoriedad en el siglo XIX y en 1889 consiguió la categoría de ciudad. Para los asesores norteamericanos del presidente Truman, sin embargo, tenía un alto valor simbólico. No era Tokio, pero tampoco una aldea perdida en la isla nipona. Para 1942, cuando aún faltaban tres años para la tragedia, Hiroshima rozaba los 420 mil habitantes. Y en esas cifras se mantenía cuando a las 8.05 del 6 de agosto de 1945, hace siete décadas, los vigías del bombardero "Enola Gay" miraron desde las nubes y divisaron la costa de Honshu. En clave secreta, esa línea marcaba el lugar de "no retorno", ese sitio conocido como el "Punto inicial", que se encontraba a diez minutos de vuelo del objetivo.

Unas pocas horas antes, cuando el avión había despegado de la base de Tinian, el comandante Paul Tibbets le había comunicado a su azorada tripulación la naturaleza de la bomba que llevaba la nave. Esos hombres iban a entrar en la historia de la peor manera imaginable. A las 8.14, el "Enola Gay" pasó sobre el puente Aloi, o para decirlo en criollo: el "Punto final" de referencia. Fue entonces cuando en los auriculares de loa tripulantes comenzó a sonar un zumbido premonitorio: el que indicaba que "Little Boy" ya debía dejar el vientre de acero de la nave y caer sobre el blanco. En la ciudad de Hiroshima, la población se despertaba y algunos chicos ya iban camino a la escuela y sus padres al trabajo. Alguien leía en el diario que Tokio estaba en ruinas por los ataques aéreos y los aliados intimaban la rendición incondicional del Japón. Pero para miles de seres humanos, víctimas civiles, nada de eso ya tenía importancia. Su suerte estaba echada y llegaba por el cielo.

Años más tarde, el doctor Michihiko Hachiya recordó que la mañana del 6 de agosto de 1945 era tibia, apacible y hermosa. Alguien cuyo nombre no se sabrá nunca miró su reloj, hoy detenido para la eternidad en un museo: eran las 8.15. A diez mil metros de la cabeza de este desconocido, en el oído de los tripulantes del "Enola Gay" cesó el zumbido. Cuarenta y cinco segundos más tarde, el dueño del reloj y otros 120.000 seres humanos, niños y ancianos, malos y buenos, árboles y animales, alegrías y tristezas, iglesias y hospitales, estatuas centenarias y 70.000 edificios, se convirtieron en un vapor ardiente que subió al cielo en forma de hongo. Hiroshima, el primer blanco atómico de la historia, había dejado de existir.

Los historiadores dan cuenta de un tremendo episodio sobre el que alguna vez escribimos y que ocurrió en la Casa Blanca. Truman estaba tan entusiasmado con tirar una segunda bomba (odiaba a los japoneses y quería darle una advertencia a sus aliados de la Unión Soviética), que no aguantaba esperar el segundo ataque atómico. Fue entonces cuando su asesor Stimson le dijo: "Después de haber castigado a su perro, no se encapriche en perseguirlo". El almirante Leahy también le manifestó al presidente que una segunda bomba convertiría a los conductores de los Estados Unidos en bárbaros de la Edad de Bronce. Sin embargo no hubo caso. Tres días más tarde, otro "paquete atómico" borró del mapa la ciudad de Nagasaki y Truman nunca fue enjuiciado como criminal de guerra, que por cierto lo era.

En cuanto a Hiroshima, quienes no se evaporizaron en ese momento, murieron por todos los tipos de cáncer imaginables en los meses y años siguientes, hasta la actualidad. De los 420 mil habitantes apenas quedaron 137 mil. Durante muchísimo tiempo la ciudad se convirtió en un lugar en donde nadie nacía ni nada crecía. Hasta que un día alguien observó una flor silvestre, una especie de laurel, más concretamente una adelfa. Fue lo primero que se abrió paso entre los ecos mortales de la radiación atómica. Desde entonces es la flor oficial de Hiroshima.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)