La revista Newsweek aventuró en una oportunidad que hay cinco inventos sin los cuales no se podría vivir: el automovil, la lamparita eléctrica, el teléfono, el televisor y la aspirina. Claro que podrían -según el gusto de cada uno - añadirse otros. Pero vamos a quedarnos con la arbitrariedad de la publicación norteamericana, no perdamos tiempo en lamentar las ausencias, y coicidamos en que en algo tuvo razón. Sobre todo si se considera que, en lo relativo al fármaco, se consume diariamente la friolera de 216 millones de comprimidos en el mundo. Y, como dato no menor, en la Argentina la cuarta parte de esa cifra de escándalo.
Pero ya que estamos con estadísticas, no conviene dejar de lado que en los Estados Unidos - pastillas más, pastillas menos - se ingieren 16 mil toneladas de aspirina por año y los norteamericanos invierten en ella unos 2.000 millones de dólares. Claro que todas estos guarismos quedan reducidos a juegos de ábaco si se considera la más escalofriante de las cifras: desde que comenzó a comercializarse en 1899, los seres humanos consumieron 350 billones de comprimidos de aspirina.
La historia informa que Hoffmann se abocó a la tarea para hacer más llevadera la vida de su padre, a quien los dolores de una artritis reumática lo tenían incapacitado. El fármaco conseguido del proceso de acetilación del ácido salecílico se patentó y comercializó con el nombre de Aspirina el primero de febrero de 1899. El 6 de marzo de ese mismo año, se lo incluyó con el número 36.433 en la lista de marcas comerciales de la Oficina Imperial de Patentes de Berlín. No huelga agregar que en los procesos previos, hubo un nombre alternativo que alguien barajó para el producto: Euspirina. La leyenda dice que una votación unánime de la junta directiva de Bayer optó por Aspirina en honor a San Aspirinus, obispo de Nápoles, considerado el santo de las cefaleas.
Lo que jamás hubiera imaginado Félix Hoffmann es que la aspirina, cuando los vuelos a la Luna apenas estaban en la imaginación de Julio Verne o Cyrano de Bergerac, iba a llegar al satélite en el botiquín de la nave Apolo XI en 1969. O que uno de los grandes escritores del siglo XX, Franz Kafka, no podía escribir una línea si no calmaba sus dolores con ella. O que la aspirina estaría citada en más de cien grandes obras literarias, desde Gómez de la Serna hasta García Márquez. Hoffmann, sin embargo, vivió en el anonimato hasta su muerte el 8 de febrero de 1946 en Suiza. Allí pasó varios años dedicado a una pasión que nada tenía que ver - o acaso sí - con la farmacia o la química: la historia del arte. Tampoco sabemos si logró mitigar los dolores del padre. A veces suele ser curioso el destino de algunas personas.
(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)