09 octubre 2006

Charles Fort, archivero de lo imposible


Por Humberto Acciarressi

Gordo, semicalvo y con unos bigotes que lo hacían parecer una foca, Charles Fort - a quien H.P.Lovecraft consideró su maestro - fue un buceador de profundidades peligrosas, ex-periodista y embalsamador de mariposas, dado a la tarea de registrar en un libro centenares de hechos malditos. Recorrió ávidamente decenas de bibliotecas, consultó diarios, revistas y anales de todas las épocas , y recopiló miles de acontecimientos insólitos. Cuando publicó "El libro de los condenados", en 1919, los círculos intelectuales de Nueva York se conmocionaron. Ignorado rápidamente por los académicos de la ciencia, la literatura se hizo cargo de este incómodo hombrecito del Bronx.

Charles Fort fue un apasionado de lo inverosimil, un convencido de que la realidad siempre supera lo ya visto. Por eso la duda está en la base de toda su filosofía. Y no es para menos si se considera que en su trabajo paciente y obstinado encontró pruebas de la existencia de lluvias de animales vivos, de azufre o de carne; de cataclismos inexplicables o de inscripciones sobre meteoritos; de nieves de color negro o de soles y lunas azules o verdes. "Antes de las primeras manifestaciones del dadaísmo y del surrealismo - apuntan Louis Pauwells y Jacques Bergier - Fort introducía en la ciencia lo que Tzara, Breton y sus discípulos iban a introducir en las artes y en la literatura: la apasionada negativa a jugar un juego donde todos hacen trampas, la furiosa afirmación de que hay otra cosa".

Y Fort sabía que los científicos hacían trampas. Había constatado que escondían datos, que se volvían frenéticos cada vez que un episodio inverosímil aterrizaba en sus mesas de trabajo. Demasiado honesto para entrar en el juego, se abocó a retarlos a duelos imaginarios, les arrojó en la cara todos los hechos que aquellos - simulando distracción - empujaban a sus basureros. Por eso señaló al final del capítulo primero: "... no parece aproximarse (la ciencia) a la consistencia, a la solvencia, al sistema, a la posibilidad y a la realidad, más que condenando lo irreconciliable o lo inadmisible. Todo iría bien. Todo sería admisible. Si los condenados quisieran seguir siendo condenados". En este sentido, puede decirse que Fort es un Robin Hood de los excluidos y "El libro de los condenados" la venganza de un hombre honesto.

Jorge Luis Borges nos ha contado las tribulaciones de Carlos Argentino Daneri en su cuento "El aleph", punto en el que se encuentran todas las cosas del mundo. El propio autor de "Ficciones", en el prólogo a "La muerte y su traje" de Santiago Dabove, reconoció que "ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un especimen de literatura fantástica o de realismo". Años antes, William Blake había mentado ese grano de arena en el que confluye todo el universo, y Andre Breton, en el Segundo Manifiesto Surrealista, pudo escribir que "todo induce a creer que existe un cierto punto del espíritu desde donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser contenidos contradictoriamente". Todo eso nos lleva inevitablemente a "El libro de los condenados", un aleph libresco salido de la paciencia del demiurgo Fort.

El sabio del Bronx reveló sus datos sin atenuantes ni eufemismos; no quiso dejar nada en el tintero; se obstinó en no desaprovechar un dato. Más que a la obra literaria, Fort aspiró a la enciclopedia. Sabía que sus antecesores no habían llegado tan lejos y sospechaba, con buen criterio, que sus herederos no avanzarían más". No es dificil imaginar que un hombre como Fort se sienta una especie de superhistoriador. Nadie se pasa la vida hurgando archivos y tomando notas; descansando sólo de vez en cuando; o se casa con una mujer por su absoluta falta de interés intelectual; sin considerarse una suerte de ser irremplazable, un sacerdote sin acólitos. "Al principio - dijo en una oportunidad - algunos de mis datos eran tan espantosos o tan ridículos que al ser leidos sólo merecían repulsa o desprecio. Ahora la cosa va mejor: queda un poco de lugar para la piedad".

Aunque de alguna manera fue un imaginero de lo fantástico, la gran preocupación de Fort estuvo centrada en el dominio de las grandes generalidades. No le interesaban los hechos aislados sino las relaciones que pudiera haber entre ellos. Pero el destino puede ser caprichoso: "El libro de los condenados" quedó suspendido débilmente en los arrabales de la literatura y su autor excluido para siempre del ámbito de la ciencia. Los otros libros del autor del Bronx ("Tierras nuevas", 1923;"Lol", 1931 ;"Talentos insólitos", 1932) no pasan en la actualidad de ser una mera curiosidad. La Sociedad Charles Fort, fundada luego de la muerte del sabio acaecida el 3 de mayo de 1932, se disolvió en 1959 apartada de los principios forteanos. La revista "Duda", órgano de la entidad, corrió la misma suerte. Desde la década del 50, miles de volúmenes vienen abordando hechos malditos que van desde los promocionados Ovnis hasta los megalitos de Córcega. Todos ellos tienen una deuda incobrable con "El libro de los condenados".

En la actualidad -mal que le pese a sus adeptos - la vida y la obra de Fort parecen una ficha más de su vasto archivo, otro hecho maldito del que nadie se hace cargo. Como sus lluvias de sangre, sus gigantes, sus gnomos o sus platillos voladores, Charles Fort también es un condenado que espera su reivindicación en este ingrato mundo de exclusiones, a veces más terrible que ese abracadabrante supermar de los Sargazos que él se atrevió a postular hace años desde un barrio marginal de Nueva York.

(Publicado en "El Espectador de la Cultura")