Por Humberto Acciarressi
Un cuarto pequeño, las mesas de un bar, la habitación de dos amantes, el reservado de una confitería de lujo, el living de un prostíbulo. Los protagonistas, un escritor que sueña con una fama que no le llegará en vida, un pintor que no tiene dinero para velas ni comida pero sí para pinceles, un millonario excéntrico que oficia de mecenas de artistas en bancarrota. Escenarios y personajes. Típicos de una página de Balzac por sus características o de una de Murger por su sensibilidad. El cuadro - fines del siglo XIX, comienzos del XX - no estaría completo si en un momento de la reunión no entrara un chico o una joven con una bandeja, copas y un líquido que algunos denominan la Diosa y otros el Hada, pero siempre acompañado por el "verde". Se trata del ajenjo, la bebida de los románticos, aquella que los médicos juraban que conducía a la locura y la muerte, lo que no logró que artistas de todo rango, fama y posteridad lo consumieran en noches de orgías reales o literarias.
Uno de los hermanos Goncourt, precisamente a la muerte de Henri Murger, hablaba de "los vasos de ajenjo que brindaban consuelo luego de una visita a la casa de empeños". Y Gustav Flaubert, refiriéndose a la vida de los escritores, sostenía que "lo primero es compartir unos pocos vasos de ajenjo en el Café du Cirque". El propio autor de "Madame Bovary", en su diccionario de ideas adquiridas, reproduce un lugar común en la Francia de entonces. Define el ajenjo como "un veneno excelentemente violento. Un vaso y estás muerto. Los periodistas lo beben mientras escriben sus artículos. Ha matado a más soldados que los beduinos. Será la destrucción del ejército francés".
Entre quienes consumieron ajenjo con impar entusiasmo se contaron Verlaine y su amigo (y luego enemigo) Rimbaud, Baudelaire, Oscar Wilde, el taumaturgo Aleister Crowley, Alfred Jarry, Van Gogh, Toulouse-Lautrec, Allais y Hemingway y Picasso cuando ya la prohibición había caido sobre la bebida. De todo esto trata el libro "Ajenjo, mito e historia", de Phil Baker, recientemente editado por Cántaro. Es curioso como una manera de fumar o de beber, un tipo de tabaco o una bebida, puede marcar a fuego una época. Desde sus modestos orígenes hasta su apogeo cuando despuntaba el siglo XX, el ajenjo se convirtió en un ícono cultural reverenciado por sus consumidores y acólitos. La enorme cantidad de menciones de obras literarias basta para darse una idea de esto.
Con el correr del tiempo, el Hada Verde fue perdiendo adeptos. Hacia después de la Segunda Guerra Mundial, Robert Fraser hablaba sobre "el viejo bohemio destruido por tantos años de beber ajenjo y cafés de Monmartre". Y en una novela de Kingsley Amis se menciona al ajenjo como "una bebida divertidamente horrible".A fines de los ochenta, luego del derrumbe de la URSS y durante la Revolución de Terciopelo de 1987 en Checoslovaquia, hubo un revival del Hada Verde. Esto también se trata en el libro, pero ya pertenece a otra historia. Los años de Verlaine, en lo que a esto se refiere, son bien lejanos.
(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires )
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