28 marzo 2015

Señora, si no quiere que su hijo sea un Hitler, déjelo pintar


Por Humberto Acciarressi

Cuenta la historia que muy callado, extremadamente tímido y casi pidiendo permiso, el muchacho bajó del tren en la estación de Viena. Entre sus temores figuraba una idea fija: ser admitido en la Academia de Bellas Artes de esta ciudad hospitalaria con los artistas. El talento del joven hijo de un agente de Aduanas quedó calificado en pocas pero contundentes palabras de los profesores: "Resultados insuficientes; ejercicios de dibujo insatisfactorios”. Era muy terco y, en su casi autismo, no le gustaba recibir un "no". Esa fue una de las razones por las cuales un año más tarde volvió a intentarlo. Al aspirante no le fue mejor: ni siquiera lo dejaron concluir el examen. Tenía 17 años, corría el año 1906 y Austria todavía formaba parte del imperio autrohúngaro y se encontraba en el tramo final de la monarquía de los Habsburgo.

Para entonces, su padre -que deseaba para el muchacho un futuro de agente de aduanas- ya había muerto. El joven sentía casi un alivio, ya que por fin nadie lo increpaba por sus deseos de convertirse en un artista. Las sentencias de los examinadores tiraron por tierra sus aspiraciones. Y así pasaron tres décadas. El 19 de julio de 1937, por mandato de aquel joven neurótico llamado Adolf Hitler, se inauguró en Munich la muestra pictórica "Arte degenerado", en la que se exhibieron 650 obras de 112 artistas pertenecientes a las escuelas cubista, expresionista, dadaísta y surrealista. Los miembros de las SA y las SS se rieron de los cuadros de la muestra, que llevaban las firmas de Grosz, Picasso, Kandinsky, Matisse, Klee, Barlach… Uno de los cuadros más odiados por Hitler era “Escena callejera en Berlin”. Su autor, Ernst Kirchner, no aguantó mucho y se suicidó.

En ese año ya hacía cuatro que Hitler estaba en el poder y faltaban dos para el inicio de la Segunda Guerra Mundial desatada por él. El clima era irrespirable y los escritores y artistas huían de Alemania y de los territorios que pronto serían ocupados. Hitler, en tanto, se sentaba en su living y se quedaba mirando fijo un cuadro abominable, su preferido, realizado por la obsecuencia de Hubert Lanzinger, en el que se veía al Führer montado a caballo con facha de gladiador teutónico. En tanto, los alemanes se chocaban en las plazas con las estatuas de Arno Breker; se extasiaban con Marlene Dietrich interpretando “Lili Marlene” de Norbert Schultze; se maravillaban con la grandilocuencia fílmica de Leni Riefenstahl; y deglutían los mamotretos propagandísticos del régimen. Hitler, que era vegetariano, no fumaba ni bebía y no toleraba que otros lo hicieran delanto suyo, tenía otras ocupaciones: cuando no hacía la guerra miraba westerns y comedias musicales de Hollywood. Y hasta donde se sabe, nunca más se dedicó a pintar.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)