Stephen Robert Koek-Koek es un nombre con sabor a leyenda, con resonancias de esos cuentos que estallaron en los Países Bajos en los siglos XVIII y XIX. De hecho sus antepasados eran holandeses que emigraron a Inglaterra y allí se afincaron. Este pintor peregrinó en su atribulada vida por los cuartuchos más infames y los rincones más insólitos de los cinco continentes. Así fue que llegó a la Argentina, más concretamente a Banfield, por la década de 1910. Los vecinos miraban al habitante de Manuel Castro 1821 como a un loco, especialmente cuando el poeta colombiano Claudio de Alas se pegó un tiro en su casa, después de matar al perro del pintor. La leyenda especifica que cuando volvió para encontrarse con los dos cadáveres, le recriminó a los gritos a su amigo ya muerto la matanza del animal.
Este singular personaje era nieto del paisajista holandés Jan Koek Koek y había nacido en Londres el 15 de octubre de 1887. Pintaba con una fecundidad inusitada y en el legendario salón de la Colmena Artística (Corrientes 641) dejó ver al público la primera muestra de su frenesí creador. Hoy se sabe que decenas de veces pagó comidas y pensiones con sus cuadros, especialmente marinas, actualmente archicotizadas en el mercado del arte. El príncipe de Gales, cuando visitó Buenos Aires, se llevó una de sus pinturas para el Palacio Real. Eso, curiosamente, bastó para que muchos se aprovecharan de él. En una carta le piden con urgencia...¡ 80 cuadros !, y él responde que ya se encuentra cortando la madera de ,los marcos. Cuando le faltaba material serruchaba camas, sillas, roperos, mesitas de luz. Se tiene la certeza de que sólo en Buenos Aires pintó más de cinco mil cuadros.
Muchas de esas obras fueron pintadas en el manicomio en dónde estuvo encerrado por un tiempo. En 1967, la galería Witcomb pudo rescatar unos 50 óleos para una muestra. Entre las pocas cosas que se han escrito sobre Koek Koek figuran algunas del autor de estas líneas, que siempre han tenido poca fortuna en cuanto a la repercusión. El final del artista es tan misterioso como su vida. El hombre que se paseaba por la calle Florida con un sombrero color ceniza y un bastón con empuñadura dorada, un día desapareció de todos lados. El 21 de diciembre de 1934 llegó un telegrama a los diarios porteños. En un hotelucho de Santiago de Chile había sido encontrado el cadáver de Koek Koek. Unos días antes, en charla con un periodista de Buenos Aires, le había comentado: "El gobierno de Chile me regaló una isla en la que el oro se junta del piso con las manos". Y no se supo más de él hasta la noticia de su muerte, ocurrida en un cuarto miserable.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)