Buenos Aires, la Argentina, el mundo. La historia como un vasto escenario de lo posible, una enorme extensión donde lo imposible no tiene límites. Como recordarás, en la película "Rashomón", de Akira Kurosawa, un crimen es diferente de acuerdo a las distintas ópticas de los protagonistas. El cine intentó otras aproximaciones, pero ésta quizás sea la mejor lograda. El mismo argumento recorre el mundo del arte y la cultura, pero también -lo cual lo hace altamente relevante- es una metáfora de la realidad. Es el observador el que carga de contenido -o se lo quita- al objeto observado. En este año que termina, el periodismo argentino (la elección no es casual) puede ser un buen ejemplo para quienes lo ejercemos, pero sobre todo para las generaciones futuras, para los investigadores que dentro de cien años se sienten a revisar las hemerotecas.
En este tinglado de cosas posibles e imposibles digno de Shakespeare (“Hay otros mundos pero están en éste”, escribió Paul Eluard), la mirada es una de las herramientas que tenemos para apropiarnos del paisaje y quienes lo habitan. Y esto no siempre les gusta a todos. No casualmente, Sartre aseguraba que “el infierno son los otros” y en ciertas culturas antiguas, la mirada del prójimo era casi una invasión a la propia privacidad. No otra cosa deben sentir aquellos a quienes la "otra" mirada les descubre sus robos, sus crímenes, sus falsos relatos. Actualmente se observa una rara paradoja gracias a las redes sociales. Los desconocidos se hacen populares y los famosos caen en una degradación consistente en mostrarse en sus estupideces más recónditas. Andy Warhol se quedó corto con su vaticinio, aunque como decimos los futboleros, le pegó en el poste.
En estos tiempos, la privacidad se pone en venta en los escaparates, lo público se ha extendido a límites de pesadilla y los quince minutos de fama enunciados por el sumo sacerdote del pop están al alcance de cualquiera. Las miradas, hace unos años con horizontes limitados, se vuelven locas. La multiplicidad de noticias y redes sociales se han convertido en la más útil de las máquinas del tiempo e incluso han superado a las de la ciencia ficción. Este fenómeno pone en duda la observación, la vuelve iracunda, serena, melancólica, perdida, de soslayo, indiscreta, calculada.
Nadie puede argumentar que esas miradas estén equivocadas o sumergidas en una relatividad que le pondría los pelos de punta al propio Einstein. Ya no hay una sola forma de mirar las cosas. En algunas oportunidades, en esta misma columna, hemos señalado cuáles son, a nuestro juico, los peligros de esta situación irreversible. Ahora señalamos una buena: en este contexto, los dogmas caen por la borda. O para decirlo en porteño, ya nadie tiene la vaca atada.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)