06 diciembre 2013

Mandela vivió en lucha y pudo morir en paz

Por Humberto Acciarressi

La noticia no llama la atención dada su avanzada edad, 95 años, y su mal estado de salud. Pero la muerte de Nelson Mandela es de las que calan hondo, especialmente en quienes aún consideran que el humanismo es algo digno por lo cual pelear. Este hombre del que los cables dicen que "murió serenamente en su casa de Johannesburgo", en los últimos años se mantenía alejado de la vida pública, que le había consumido la vida. Es cierto que alcanzó el Premio Nobel de la Paz, es verdad que fue el primer presidente democrático de la nueva Sudáfrica, pero -hay que destacarlo- fue de los pocos hombres de la historia del siglo XX que pudo romper un paradigma que parecía inexpugnable: el del apartheid. Aunque no le interesaban los premios que tuvo a millares, Madiba -como se lo conoce en toda Africa y en gran parte del mundo-, la propia Asamblea General de las Naciones Unidas, hace ya varios años, estableció el 18 de julio como el Día Internacional de Nelson Mandela.

Pero antes de esa etapa de honras que lo llevaron a ser -sin ningún tipo de dudas- el estadista más querido en el planeta, Mandela había padecido persecuciones siendo un joven estudiante, que se agravaron -incluso con atentados contra su vida- cuando puso su alma y su cuerpo a disposición del Congreso Nacional Africano, y a sus campañas de desobediencia civil de 1952 y del Congreso del Pueblo en 1955. Estuvo preso de 1956 a 1961 junto a un centenar de compañeros que abogaban por la no violencia. Aunque antes de su liberación, Madiba se enteró de la matanza de Sharpeville, que causó la muerte de 70 personas, la mayoría mujeres y niños, unos 200 heridos por balas de la policía y los comandos parapoliciales, todo seguido por un estado de sitio que llevó a la cárcel a miles de personas. El Congreso Nacional Africano y el Congreso Panafricano y sus miembros fueron prohibidos y pasaron a la clandestinidad. Esa masacre cambió la política de la "no-violencia".

Así fue como se formó el Umkhonto we Sizwe, brazo armado del CNA, que tuvo a Mandela como uno de sus líderes. Y en esas tareas volvió a la cárcel, esta vez condenado a cadena perpetua en la Isla de Robben. El líder negro fue el preso 466/64 (el 64 por el año en que fue detenido), y en esas condiciones permaneció 27 años entre rejas. Su nombre, en lugar de apagarse dentro de los muros de las prisiones, se extendió por todo el mundo, donde se convirtió en un símbolo de la lucha contra el apartheid. El, mientras tanto, realizaba trabajos forzados en una cantera de cal. Y en sus ratos libres se licenció en Derecho en la Universidad de Londres, por correspondencia. Las presiones nacionales e internacionales fueron tantas, que en febrero de 1990 -sintomáticamente tres meses después de la caída del Muro de Berlín- Mandela fue liberado, y ese episodio transmitido por televisión en todo el mundo. Después llegaron el Nobel, la presidencia, su vida privada no muy tranquila (tuvo varios divorcios y perdió varios hijos), que Mandela trataba de paliar haciendo una de las cosas que más le gustaban: escuchar a Tchaikovsky y a Händel. Obviamente se dirán -y mucho mejor- centenares de cosas en los días venideros. Pero el recuerdo de este luchador de verdad, de los que puso el cuerpo cuando otros lo sacan, no debía faltar en esta columna.

(Columna publicada en el diario La Razón, de Buenos Aires, que también podés leer acá)