04 abril 2012

Procesos contra los animales


Por Humberto Acciarressi

In memorian de Astor, mi perro compañero

El misógino Schopenhauer solía decir que cuando más conocía a los hombres, más quería a su perro. Y ya que de hombres y bestias se habla, algunos episodios de la historia parecen darle la razón al filósofo. En 1440, en una comarca de la Croacia medieval, fue redactado el Estatuto de Poljica, un verdadero documento sobre la estupidez humana. Allí, entre otros puntos, puede leerse que "si un animal hace un daño a un viñedo, paga con su cabeza". Aquella peregrina ley ordenaba que las cabras y el ganado menor purgaran su delito con la vida y contemplaba detenciones. El texto, descomunal en su desatino, decía cosas como: "Cuando un acusado no quiere recapacitar, córtesele un pedazo de cola, y si tampoco entonces desiste, sacrifíqueselo".

La Edad Media trajo cambios para todos los gustos, pero en el caso de los animales fue puro disgusto. Las bestias adquirieron status jurídico y la historia atestiguó los procesos más delirantes de los que se tenga memoria. Y hay casos, como suele argumentar García Márquez, en que la realidad supera la ficción. Cuando Alicia se encuentra de visita en el País de las Maravillas, presencia el juicio más insólito de la literatura: la cabeza de un gato de Chesire - el animal no tiene cuerpo - es condenado por la Reina de Corazones a ser decapitado. El rey, su esposa y la multitud escuchan, entonces, un irreprochable argumento de un verdugo demasiado sensato para la obra de Lewis Carroll: no se puede cortar una cabeza a menos que exista un cuerpo de donde cortarla.

Esopo, Samaniego, La Fontaine y Jonathan Swift apelaron al recurso de dar vida humana a las bestias, aunque al sólo efecto de satirizar a la sociedad de su tiempo. En la senda de un escrito de Chaucer ("El parlamento de los pájaros") de fines del siglo XIV, George Orwell creó en "Rebelión en la granja" un sistema en el que los cerdos, luego de destronar a los humanos, se arrogan el monopolio del saber y organizan una dictadura que padecen los animales de corral y de tiro.

La culpa no es del chancho

Pero los juicios que nos ocupan no remiten a la imaginación sino a una realidad descabellada. Ya fuera de la ficción, en 1447, una chancha fue condenada a muerte por matar a un niño en Savigny (Francia), pero sus seis lechoncitos fueron absueltos "por falta de prueba positiva de complicidad" y por entender el juez que "el mal ejemplo materno los eximia de culpa".


Un tribunal que enjuicia la conducta de un perro o de un chancho debe estar preparado para proceder de la mismo forma con una cucaracha o una hormiga. La igualdad ante la ley, en todo caso, sería un argumento lógico frente a este disparate. ¿Con qué elementos puede un magistrado juzgar la conducta de una laucha? Pues bien, un célebre jurisconsulto francés, Bartolomé de Chasseneaux, saltó a la fama en 1521 cuando se le encomendó el patrocinio de roedores que había destruido una cosecha de cebada en Autum. El tribunal citó a las ratas del pueblo que, como es obvio, no acudieron. El abogado denunció vicios legales, entre ellos el no haber citado a todos los roedores del condado. Cuando se cumplió el trámite mediante bando público y las ratas se mantuvieron en su negativa, el letrado alegó “el temor a gatos malintencionados”. Y en su escrito, el vivillo Chasseneaux agregó: “La citación implica que se provea a la seguridad del citado durante el tránsito de ida como de vuelta”. Como ni los jueces ni los demandantes pudieron garantizar esto, la causa quedó sobreseida y el abogado obtuvo larga fama.

Jurado de osos

En 1499, el defensor de un oso que causó estragos en la Selva Negra fue todavía más allá. Pidió para su defendido un jurado compuesto por iguales del reo, es decir…por osos. En otra ocasión, un hombre acusado de asesinato hizo citar como testigos a su gato, su perro y su gallo. Al declarar bajo juramento su inocencia, los magistrados lo dejaron libre porque ninguna de sus mascotas lo contradijo.


En sus “Reflexiones sobre la ejecución de un puerco”, Arthur Koestler informa que una chancha vestida con ropa de mujer, fue ahorcada en 1386 en la aldea normanda de Falaise. Siglos más tarde, en 1639, el tribunal de Aix sentenció a la hoguera a una yegua, por entender que “obró con premeditación al cometer su crimen”. El delirio humano llegó a su climax en sentencias contra perros hidrófobos, en cortes donde los jueces aclaraban que los reos no podían “alegar locura en sus descargos”.

Las relaciones sexuales con un ser humano, de acuerdo con la Lex Carolina, se castigaban con “la hoguera para los dos cómplices”. Según narra Koestler, el último caso referido fue el de Jacques Ferron, quemado en Vanres en 1750, luego de haber mantenido relaciones sodomitas con una burra. Lo patético de este proceso fue que el animal fue absuelto, ya que el cura y otros notorios vecinos de la aldea declararon que “la burra fue víctima de violencia y no participó del crimen por propia voluntad”.

Y en el 2000 también...

Pero las costumbres medievales continúan en la era de las autopistas informáticas. En nuestro país, un dogo llamado Oso, que le causó la muerte a su dueña de 87 años, fue condenado a cumplir funciones en el Servicio Penitenciario, con lo que escapó al sacrificio que en la Inglaterra actual sería de rigor. También en la Argentina, en 1990, la Cámara de Apelaciones del Crimen de Tucumán dispuso la libertad de tres perros que habían sido detenidos por la policía de la localidad de Yerba Buena.

Luego de varios días de cautiverio, el abogado de los doberman Zeus y Matías y del ovejero Alí, presentó un recurso en el que precisaba que sus detenidos “estaban incomunicados y sin el beneficio de la libertad condicional”. Frente a esto, la Cámara decidió al libertad de los reos argumentando que “ninguno de los tres posee antecedentes”, y que uno de ellos “actuó en estado de emoción violenta por el aroma” que desprendía el sujeto atacado. Y no hace mucho, la gata Felipa – habitante célebre de la Casa de Gobierno – sólo pudo evitar el destierro gracias a que el entonces presidente Néstor Kirchner firmó un decreto autorizándola a permanecer en la Rosada. En abril de 1995, en Novara, al norte de Roma, un juez condenó a dos perros pastores alemanes – Biagio y Lía – a doce días de arresto domiciliario por el asesinato, atestiguado por varios vecinos, de un gato callejero.


Antes, en enero de 1994, y luego de cinco años de caminar por su celda en la cárcel de Hackensack, la gobernadora de Nueva Jersey había indultado a un can de raza Akita-Inu, sentenciado a la pena capital por herir en un labio a la sobrina de sus dueños. El perro, llamado Taro, se convirtió en el centro de una polémica internacional. Hasta el gobierno nipón pidió clemencia para el reo, ya que el Akita-Inu es el animal nacional de Japón desde los tiempos en que acompañaban a los legendarios guerreros samurais. En medio de la campaña por su vida, Brigitte Bardot argumentó que “quién ha purgado tantos años de cárcel, ya ha pagado su deuda con la sociedad”. Para los dueños de Taro, que llegaron a gastar más de cien mil dólares en su defensa, el indulto tuvo un sabor agridulce. Al animal se le conmutó la pena capital por la del destierro. Sócrates, ante esa opción, eligió beber la cicuta. Taro, en cambio, marchó al exilio, tal vez extrañando a los guardias con los que pasó más de la mitad de su vida.

(Publicado en el "Cuadernos de Némesis" titulado "Los animales fabulosos")