El consenso y el disenso son dos modalidades de decisión sin las cuales una democracia no puede sostenerse. Un buen gobierno, no habría que aclararlo, es aquel que acepta los disensos y en base a esto establece los consensos. Borges, en una oportunidad, señaló que no podía entender que alguien se sintiese bien cuando miles de personas le cantaban "qué grande sos". Otros se contentan con menos. Por ejemplo, con los aplausos.
Lo que en muchos momentos históricos pasa inadvertido, en otros se vuelve una caricatura. Eso es lo que suele diferenciar a las gentes que llenan las plazas o acuden a los actos oficiales y están detrás de las vallas, de quienes integran el círculo aúlico del gobernante de turno. Estos últimos se empeñan en dejar en claro que, antes que nada, son chupamedias leales. Me refiero a los que aplauden por aplaudir, aunque el poderoso diga algo hoy y otra cosa totalmente en las antípodas mañana. Esos son los verdaderamente peligrosos.
Algunos, que posan de civilizados, no gritan. Ignoran por completo lo que festejan. Les basta saber que el gobernante de turno, cuando al día siguiente mire las imágenes, los vea aplaudiendo. Son funcionarios con vocación de lamebotas en el sentido que les daba Paul Valery. La claque del poder es la más antipática que existe, dado que es la que esconde los negociados, los fraudes, los atropellos. Aplaudir a quien tiene la sartén por el mango es fácil. Claro que estos chupamedias sin carné son impermeables a las críticas. Y generalmente son los que se borran primero.
(Publicado en la columna "El click del editor", de La Razón, de Buenos Aires)