Por Humberto Acciarressi
El 16 de julio de 1945, un día antes del inicio de la Conferencia de Potsdam, en las cercanías de Berlín, varios de los científicos más prestigiosos de Occidente se reunieron en el desierto de Nuevo México, en una zona llamada Arenas Blancas. Alli, a las 5 horas, 29 minutos y 45 segundos, a diez kilómetros del epicentro, aquellos hombres vieron estallar la primera bomba atómica de la historia, nada menos que 19 kilotones que equivalían a 19.000 toneladas de TNT. Entre los asistentes se encontraba Robert Oppenheimer, director del Proyecto Manhattan, programa destinado a desarrollar el "paquete" nuclear. Los experimentos eran tan secretos, que Harry Truman recién se enteró de los mismos cuando, muy poco antes, sucedió en la presidencia de los Estados Unidos al fallecido Roosevelt.
Hay una anécdota referida a quien, finalmente, fue el artífice de las bombas atómica sobre Hiroshima y Nagasaki. En la ceremonia de proclamación, Truman se encontraba en medio de una charla banal, comiendo un hot-dog, cuando por un altavoz se pidió "al futuro presidente de los Estados Unidos subirse al podio". El buen granjero Harry ni se inmutó y siguió conversando con sus amigos. Cuando la voz volvió a tronar en el ambiente, Truman cayó en la cuenta de que hablaban de él. "Vaya, debo ser yo", rió mientras terminaba de comer el pancho. Ese hombre rústico, llegado casualmente a la presidencia, cuando fue informado del Proyecto Manhattan también recibió un sabio consejo de Winston Churchill: respetar la especificidad cultural del pueblo japonés al intimarle la rendición a la patria del Sol Naciente.
Frente a esto, cuando aún no le había salido la bestia de adentro, Truman aprobó una cláusula según la cual el futuro gobierno nipón podía ser una monarquía constitucional. Sin embargo, cuando viajaba a Europa para entrevistarse con otros líderes mundiales, el "vaquero" Harry se enteró del éxito de las pruebas y se arrepintió de esa cláusula. Y con eso selló la suerte de los habitantes de las dos ciudades japonesas bombardeadas, y en el caso de Nagasaki, a pesar del ruego de sus asesores militares, civiles y científicos. Peter Townsend, autor del relato "El niño de Nagasaki", definió como nadie ese cambio de decisión de Truman: "Ese gesto significaba lanzar la bomba atómica". Y con eso, añadimos, poner en marcha la era nuclear.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)
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