Ocurrió hace unos días en la zona de Congreso. Una chica, en un local de comida rápida, al borde de un ataque de nervios y una urgente necesidad de una sopa de clonazepan, le rogaba a la cajera que buscara, que le diera noticias, que implorara junto a ella, por el iPhone que -aseguraba- había olvidado en el mostrador. Estaba realmente mal, el aparato no apareció, y se fue desesperada. Si andaba con plata, debe haber corrido a comprarse otro. Mejor no imaginar las cosas que puede haber hecho si no la tenía. Los ojos desorbitados hablan a las claras que era una adicta al teléfono móvil y de sus chiches incorporados, de esos de los que habla un estudio recién publicado.
Miles de jóvenes confiesan que se sentirían perdidos sin el celular. Un 75% de ellos reconoce que se acuesta con el aparato, que para colmo (de males o de bienes) cada vez hace más cosas. Que mucha gente está chiflada no es novedad. Una pareja coreana acaba de dejar morir a su hija real por cuidar a una virtual, un avatar llamado Anima de un juego similar a Second Life. Pero lo de los celulares está alcanzando límites de pesadilla. Cuando incorporen un par de funciones más (mucho no falta), estaremos casi adentro de los sueños más osados de la ciencia ficción. Un alto porcentaje reconoce la adicción, aunque no se especifica qué se hace con ese reconocimiento. Tal vez estemos en los umbrales de un nuevo tiempo: cuando los celulares caminen por la calle con un hombre o una mujer a cuestas.
(Publicado en la "Columna del editor" de La Razón, de Buenos Aires)