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29 julio 2015
Una lamentable equivocación de Hemingway y de Borges
Por Humberto Acciarressi
Con esa ironía que lo caracterizaba, Jorge Luis Borges manifestó en una oportunidad que Ernest Hemingway se mató cuando advirtió que no sabía escribir. Esto no pasaría de un chiste borgeano, si no fuera porque en varias cartas personales, el propio autor de “Por quién doblan las campanas” parece confirmar esa amarga sospecha. Lo cual, aclaremos, no significa que ni uno ni otro tuvieran razón. Incluso vayamos un poco más lejos. Hemingway, con su amor a las lidias de toros, la participación en varias guerras, el entusiasmo por el whisky y las mujeres, sus jactancias, sus bravuconadas, tuvo que ser un escritor demasiado "brutal" para el creador de "El aleph". Lo que Borges justificaba y admiraba en un compadrito del sur de la provincia de Buenos Aires del siglo XIX, no se lo podía tolerar a un escritor.
Más incomprensible es el temor del propio Hemingway, tan pedante en cada uno de sus actos, tan altisonante en sus relaciones. Todo, sin embargo, puede explicarse. Y para eso es menester aproximarse a lo que ocurrió en su vida desde el 21 de Julio de 1899 -fecha de su nacimiento en Oak Park, Estados Unidos- hasta la aciaga madrugada del 2 de Julio de 1961, cuando mordió el caño de su escopeta preferida y se voló los sesos. Ya en alguna oportunidad, escribimos que este artista que creció odiando la escuela y jactándose de sus puños, fue uno de los más contradictorios hombres de letras. Mientras se mandaba la parte con anécdotas inventadas de su etapa de soldado en el frente italiano, leía con entusiasmo y sin bullicio a Flaubert, Tolstoi, Dostoievski, a su amado Joyce. Odiaba al intelectual típico y por eso gritaba: "También los que no somos ni pálidos ni enclenques podemos usar la cabeza".
Su vida fue de pasión en pasión; el camino de su infierno personal no le dio respiro; disfrutó y sufrió como varios de sus colegas ilustres de la "generación perdida"; cambió de esposas como de amantes (de una de ellas, Pauline Pfeiffer, se separó no menos de 17 veces). Lo único que parecía mitigar los sinsabores que se empeñaba en ocultar era escribir, y así nacieron obras como "El viejo y el mar", "Adiós a las armas", "Por quién doblan las campanas", "Tener o no tener", sus cuentos y sus crónicas periodísticas. Para ejecutar esa obra se levantaba de madrugada, se servía un vaso de whisky y se pasaba horas de pie -jamás sentado- frente a su Corona portátil. Cuando vivió en Cuba, en su Finca Vigía, compartió su vida con 52 gatos, 16 perros, 100 palomas y dos vacas. Borges tenía razón: Hemingway creía que no sabía escribir. Ambos estaban tan equivocados que parece inconcebible imaginar la literatura sin este escritor del que han tomado cosas (tono de los diálogos, las frases cortas, etc) varias generaciones.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)