Por Humberto Acciarressi
Vamos a decir la verdad. Aunque no sea verdad, sino una irritante mentira. Si una persona cualquiera observa el cuadro "Melancolía" de Edward Münch, lee algunos de los escritos de los melancólicos románticos del siglo XIX, o -peor aún- se entrevera en las páginas de un tratado de psiquiatría, la gente común (nunca supe qué quiere decir "gente común"), en general sospecha que se encuentra con individuos de baja autoestima. Si esos críticos conocieran los versos de Miguel Hernández, tal vez asociarían esos gustos a aquellos hombres y mujeres que miran "con cariño las navajas". Hace unos años, la psicoanalista francesa Françoise Davoine publicó una obra, "Don Quijote para combatir la melancolía", que en principio parece un contrasentido, siendo el personaje de Cervantes uno de los melancólicos por excelencia de la literatura. Y no mucho tiempo más tarde, investigadores ingleses concluyeron que la melancolía "mejora la salud, aumenta la autoestima, hace más fuertes los lazos sociales y lleva a que la vida cobre más sentido".
Frente a lo señalado, una conclusión no científica es que hemos sido engañados. Ned Flanders gritaría: "Mentirijillas". Hace unos cuantos años, Ray Bradbury escribió un conjunto de relatos que agrupó bajo el título de "Remedio para melancólicos". Si nos guiamos por la simple letra y nos olvidamos del espíritu, hay que concluir que el viejo Ray le arruinó la vida a millones. Entendé bien: los melancólicos no necesitan remedio, puesto que son el remedio. Y personalmente añado que por suerte. No es nada grato vivir en una sociedad en la que se ha estigmatizado la tristeza, en donde se tiene que sentir culpa por llorar, o los libros con la palabra "felicidad" ocupan más lugar en las librerías que aquellos que invitan al desasosiego. Simone de Beauvoir escribió que "Las personas felices no tienen historia", lo que es una forma elíptica de decir que la felicidad absoluta no sólo no existe, sino que tampoco es deseable. Ya sobre eso nos había alertado Aldous Huxley en "Un mundo feliz", con los horrores de esa sociedad distópica muy cercana a la de Orwell. En ambas, la tristeza está prohibida..
Son innumerables los escritores que, afortunadamente, defienden la melancolía en contra de los hacedores de best-sellers cómodos y bien acolchados. Beckett, ambos Miller, Dickinson, Bolaño, Pizarnik, Burgess, Arlt, Sartre, Camus, Keats ... La lista es infinita. Borges, admirador de la "Anatomía de la melancolía" del erudito Robert Burton, sostenía que esa calidad de la personalidad es el motor de la creación artística. El genial, único e imprescindible Franz Kafka reclamaba libros "que nos afecten como un desastre", que nos aflijan "como la muerte de alguien a quien queremos más que a nosotros mismos". Y hablar de la melancolía del autor de "El proceso" es insultar la inteligencia del lector. Ahora que se acerca la Feria del Libro, ya se vendrá una catarata de libros que sólo llenan los bolsillos de quienes aconsejan cómo alcanzar la felicidad en diez pasos. Un verdadero asco. Me quedo con Kafka cuando exclamaba: "Si un libro no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?".
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)