Por Humberto Acciarressi
Las metáforas literarias referidas a la materia que le da cuerpo, es decir el libro, no son pocas. Entre ellas, con la ayuda del cine, la más famosa (dije "famosa") es la de Ray Bradbury en "Farenheit 451". La importancia del contenido por sobre el continente, en una sociedad cuyo lema capital es la destrucción de las obras literarias, se manifiesta en esos hombres y mujeres opositores que tienen una particularidad: ellos mismos son los libros que han aprendido de memoria para guardar, palabra por palabra, hasta que concluyan las épocas del oscurantismo y las letras puedan ser volcadas nuevamente al papel. De esta forma, un hombre es la "Odisea", una mujer "La educación sentimental", un chico "La náusea", y así siguen los nombres y características de esta particular comunidad. En la vida real, los paradójicos "bomberos" de Bradbury que queman los libros, tienen muchos epígonos. Pero por suerte, los muertos que ellos matan gozan de buena salud.
En otro orden de cosas, el calendario se encargó de ofrecer una curiosa metáfora literaria, en el lejano 23 de abril de 1616. Es decir, la misma jornada en que comienza la exposición cultural más importante de la Argentina y del mundo de habla hispana. En esa fecha fallecieron Miguel de Cervantes, William Shakespeare (aunque con diferente calendario, en su caso el Juliano, el día debe ser tomado como una licencia poética) y el Inca Garcilaso de la Vega. Para la Unesco, por este motivo, ninguna fecha fue mejor para proclamarla "Día Mundial del Libro". Esos datos de la ficción y la realidad remiten, inevitablemente, a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que, en su versión número 41, se inauguró oficialmente este jueves y que tendrá, el sábado, esa inmensa, por momentos inabarcable en materia de gente, actos, espectáculos y ofertas, y ya clásica Noche de la Ciudad, con entrada libre y gratuita.
Borges, quien expresó en múltiples ocasiones que la biblioteca de su padre fue el acontecimiento capital de su existencia y que imaginaba el universo como una biblioteca infinita, sostenía modestamente: "En el curso de mi larga vida creo no haber leído más de cien volúmenes, pero he hojeado algunos más". Valga la boutade del autor de "El Aleph", quien, en sus tiempos de profesor de la UBA, recomendaba a sus alumnos que no leyeran un libro si no sentían la necesidad urgente de hacerlo. "Si eso no ocurre - argumentaba - es que ese autor todavía no es digno de ustedes". Por su lado, y en el mismo sentido, Mallarmé sostenía que el mundo vive para un libro, algo que los mejores lectores intuyen.
La lectura lleva implícita la aceptación de una serie de códigos, sin los cuales el acto de leer se convertiría en algo mecánico. Coleridge, en lo atinente a la ficción y la poesía, pedía la suspensión de la incredulidad al leer un libro. O sea, creer en Gargatúa orinando desde las torres de Notre Dame, sentir el sabor de las "madeleines" de Proust, horrorizarse porque Gregorio Samsa se despertó una mañana convertido en insecto. No menos válida es aquella lejana definición de Adolfo Bioy Casares, cuando expresaba: "La literatura es uno de los modos más eficaces que encuentro para sortear la muerte". Ese laberinto de vértigos, ese conglomerado de miles de palabras en busca de ojos atentos e inteligencias perspicaces, se llama Feria del Libro. No importa si quien transita sus pasillos es un empedernido caminador de las "librerías de viejo", un pescador de títulos nuevos en los centenares de locales porteños, o alguien que lee cada tanto gracias a un cumpleaños. En definitiva, como quería Borges, millones de piezas literarias se encuentran en la Feria a la espera de su lector, de aquel o aquella que sepan descifrar la misteriosa construcción artificial de un espacio imaginario o real.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)
#Feria Internacional del Libro de Buenos Aires 2015