23 octubre 2014

Jack Kerouac, el precursor, a 45 años de su muerte


Por Humberto Acciarressi

“Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas“. Este fragmento de “En el camino”, casi puede tomarse como un fragmentado testamento de Jack Kerouac, escritor al que la posteridad no ha favorecido demasiado. Para analizar el fenómeno de su lugar en las letras hay que tener en cuenta varias cosas. En primer término, que su libro consagratorio fue publicado en 1957, seis años después de terminado. Paradójicamente, para esa época ya tenía escritas miles de páginas de otras obras dispersas, casi siempre autobiográficas. Esto, por decantación, da paso al segundo hecho llamativo: el escritor canadiense casi no pasó un minuto de su vida sin escribir. Es algo casi único en la historia de la literatura.

Kerouac recorrió largos años de su vida buscando un estilo propio, sin darse cuenta que ya lo tenía. Su llamada “prosa espontánea” involucraba toda su escritura. Para él, poesía y narrativa eran un todo, un largo texto flotando en el mar de la lengua inglesa. Los constantes rechazos de las editoriales le mellaron la autoestima, y no es extraño que se halla entregado a la bebida de manera suicida. Y aún más, que cuando todo el mundo estaba pendiente de la “Beat generation”, a él ya había dejado de interesarle en absoluto. Lo que no es un dato menor, si se piensa que “En el camino” fue el libro-guía de esa corriente cultural y estética. En general, cuando se habla de una ruta, uno tiene la impresión de sugerir un paisaje bastante homogéneo, ya sea porque el tiempo y el espacio –de reiterados– llegan a parecerse. La obra cumbre de Kerouac, sin embargo, va en sentido inverso. El camino no es el recorrido en sí mismo, sino el que se refugia en las paradas, en los hoteles, en las diferentes personas que conoce. Todo lo contrario al homogéneo estilo de vida norteamericano.

Incluso uno de sus críticos póstumos más acérrimos, Ellis Amburn (quien lo trata, en sus párrafos más benevolentes, de “homosexual homofóbico”), reconoce que la aparición de Kerouac en la cultura estadounidense fue la más fuerte desde el puritano Cotton Mather. Si con éste comenzó la noche de la represión, con Kerouac se inició el “gozoso sentido de liberación”. Sin él otra hubiera sido la historia de Ginsberg e incluso del propio Burroughs. Llevó a la prosa su amor por las improvisaciones del jazz y esto marcó a toda una generación de escritores. Y en cuanto a los lectores, les mostró que la música, las letras y la vida pueden encontrarse en un borgiano aleph.

Hay que decir también que Kerouac, en medio de la vorágine del escribir (el original de “En el camino” es una especie de rollo de papiro de miles de metros), también es autor de libros como “Los subterráneos” (1958); “Los vagabundos del Dharma” (1958), Big Sur (1962) o “La Vanidad de los Duluoz” (1968). Para los finales de su vida no le importaba nada y lo hastiaba la fama. Pasó su última década viviendo con su insoportable madre y asistíendo a las pocas entrevistas que le hacían en un estado de lamentable borrachera. Murió de cirrosis el 21 de octubre de 1969. Poco antes había dicho: “Lo que yo escribo es lo que normalmente un editor desecha y un psiquiatra encuentra interesantísimo”. En la actualidad es lo que todo escritor quisiera ser: un long-seller, un autor de culto. Aunque ya no lo pueda disfrutar.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)