23 septiembre 2014

Scott Fitzgerald y el canto del cisne de una época


Por Humberto Acciarressi

Hacia fines de diciembre de 1940 -cuando murió a los 44 años- Francis Scott Fitzgerald había vivido, gozado y sufrido con toda la pasión que puede permitirse un hombre. Aunque no es propio de su estilo, podría haber escrito que nada, ni en su vida alocada ni en ese universo más vasto que generalmente es la literatura, le resultó ajeno, y en ese sentido fue un Terencio del siglo XX. Gracias a los caprichos de los lectores y a pesar de los críticos, Fitzgerald obtuvo plata fácil a varias manos. Y, como es de imaginar, en aquellos años de champagne y cenas pantagruélicas la dilapidó con entusiasmo. Pero no todas eran rosas, ya que paralelamente a la redacción de libros que la crítica "especializada" recibía con renuencia - "A este lado del paraiso", ""Hermosos y malditos", "Suave es la noche", entre otros-, el escritor padeció los sabores y los sinsabores de sus aventuras con Zelda.

La locura y los intentos de suicidio de su esposa, las frecuentes crisis económicas que agravaban la relación (en realidad ese enloquecido ir y venir entre la opulencia y la miseria), su alcoholismo y hasta la confesada humillación de tener que convertirse en un escritor a sueldo en los estudios de Hollywood, fueron algunos de los escalones de su tragedia, volcadas también en sus cartas. Siempre me ha extrañado lo poco que se ha escrito -o peor aún, lo casi nada que se han leído- "Las historias de Pat Hobby", esos bellos y terribles cuentos que son casi autobiográficos para quien haya recorrido alguna de sus biografías. Gran parte del drama de Fitzgerald se encuentra en esos relatos injustamente subestimados.

"Y así vamos adelante, botes que reman contra la corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado". Estas líneas que cierran la novela "El Gran Gatsby" -la más célebre de las obras de Scott Fitzgerald- se leen en la lápida donde descansan los restos del escritor y de su esposa Zelda Sayre en el cementerio de la iglesia Saint Mary de Rockville, en Maryland. Frente a versiones fílmicas posteriores, me quedo con la melancolía de esa prosa llevada al cine en 1974, dirigida por Jack Clayton, con guión de un joven Francis Ford Coppola y las actuaciones de Robert Redford, Mía Farrow y Karen Black. Exponente de la "Generación perdida" junto a nombres como Hemingway y Faulkner, Fitzgerald llevó hasta el límite posible, el canto del cisne de esos años posteriores a la Primera Guerra Mundial -en la que intervino como soldado- y que acabaron dramáticamente con la Gran Depresión. Poco antes de morir, algunos críticos reconocieron que su voz literaria tenía momentos brillantes. La inacabada "El amor del último magnate", interrumpida por un segundo y definitivo infarto, confirmó ese juicio. Más tarde, la posteridad hizo lo suyo.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)

FRANCIS SCOTT FITZGERALD CON SU ESPOSA ZELDA