Días atrás, en esta misma columna, recordábamos los terribles momentos previos a la bomba atómica con la que los Estados Unidos destruyó la ciudad de Hiroshima el 6 de agosto de 1945. Incluso mencionábamos a los almirantes y asesores de Truman, que le recomendaban encarecidamente: "Una vez que ha castigado al perro, no se encapriche en perseguirlo". Pero el presidente norteamericano, el único criminal de guerra que ni siquiera declaró como testigo en un juicio, ya tenía todo decidido. El 9 de agosto, un bombardero nuclear partía rumbo a otra ciudad japonesa. Es de suponer que el mayor Charles Sweeney, al mando del temido B-29 "Bockscar", debe haber sentido lo mismo que su colega Paul Tibbets, comandante del "Enola Gay", quien tres días antes había bombardeado nuclearmente a Hiroshima. Sólo una cosa fue diferente: la aparición -mágica para unos, terrible para otros- del azar.
La anterior misión del "Enola Gay" era clara: lanzar la bomba sobre Hiroshima. En cambio Sweeney tenía otro objetivo, que recién se conoce hace poco: Niigata, la ciudad más grande de la costa del Mar del Japón. Los miles de habitantes, civiles y soldados, que alli vivían, murieron muchos años después sin saber que en aquel lejano día de agosto de 1945, los había salvado una copiosa lluvia que en ese momento caía sobre su ciudad e impedía la visión por las nubes, el agua y también dificultaría las mediciones posteriores a la explosión. Sweeney no tenía mucho tiempo para pensar. Enfiló hacia Kokura, el siguiente de los blancos posibles. Las nubes y la niebla le impidieron la visibilidad en la primera y en la segunda pasada. En la tercera, creyó advertir que se abría un claro sobre la ciudad. En el vientre de la nave viajaba "Fat Man", tal la denominación del paquete atómico.
Debajo de las masas de nubes, miles de personas ignoraban que el mal tiempo les estaba salvando la vida. Quedaban unos segundos y la suerte se echaba a cara o cruz para los habitantes de Kokura. Las órdenes que tenía el comandante eran bien claras: lanzar la bomba visualmente, pues los radares podían ser engañados. El hueco en las nubes se abría y cerraba. Sweeney, entonces y sin saberlo, cambió una página posible de la historia. Gritó las órdenes necesarias y el avión se dirigió a un objetivo hasta ese momento secundario. Aunque el cielo también estaba nublado en este último sitio, el comandante encontró el claro suficiente para arrojar la segunda bomba atómica contra el Japón, más mortífera que la de tres días antes. Si no fuera por el azar y el mal clima sobre las anteriores ciudades, el nombre de Nagasaki sólo sería conocido por los japoneses.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)