Ernest Hemingway, cuando su nombre ya tenía resonancias míticas en el mundo de las letras y del periodismo, tuvo la necesidad de afirmar: "Me tomé la vida trago a trago, como si se tratara de un daiquiri de cuatro hectolitros". Ninguna metáfora más acertada para definir el itinerario de este bebebor, que además de dejar algunos de los libros más evocables de la literatura norteamericana - "El viejo y el mar", "Tener o no tener", "Por quien doblan las campanas", "Adiós a las armas", etc- fue combatiente en cuatro guerras, cazador, boxeador, torero, pescador y entusiasta de las mujeres. Actividad extraordinaria que alimentó, al uso de las mejor escuela norteamericana, el conjunto de su obra.
Siendo un chico, Ernest odiaba la escuela, no leía ni por casualidad, y su fama precoz radicaba en sus puños y en sus condiciones de jugador de fútbol. Cuando se aburrió de la disciplina se entusiasmó con la guerra, sirvió en el frente italiano y se convirtió en corresponsal del periódico canadiense Toronto Star. Aunque por entonces ya leía a Flaubert, Tolstoi, Dostoievski y naturalmente a su amado James Joyce, Hemingway todavía necesitaba dar explicaciones: "También los que no somos pálidos ni enclenques podemos usar la cabeza". Más allá de la típica bravuconada, lo que decía era cierto. Y gracias a eso obtuvo el Premio Nobel de Literatura, aunque no viajó a Estocolmo para recibirlo.
Con su uso magistral de los diálogos, las frases cortas -dialéctica de su labor periodística y sus quehaceres de escritor-y la contundencia de sus relatos, Hemingway se ganó un lugar de privilegio en las filas de la "generación perdida" que integró, entre otros, con su amigo Francis Scott Fitzgerald. También, naturalmente, estuvo en París, donde caminó del brazo de Ezra Pound y de Joyce. La bohemia de la Francia de aquellos años fue la partera de muchos capítulos de su obra, y marcó un paréntesis en esa vida aventurera que le dejó varias cicatrices, borracheras a granel, y un tendal de cuatro esposas y un sinnúmero de amantes. Las mujeres importantes en su vida -con las que se casó- fueron Hadley Richardson, con la que tuvo un hijo; Pauline Pfeiffer, con quien tuvo dos y de quien se separó no menos de 17 veces; Martha Gelhorn, una novelista cuya obra sepultó el tiempo; y Mary Welsh, la amada que lo acompañó hasta la madrugada trágica del 2 de julio de 1961, cuando el escritor se voló los sesos con su escopeta.
Mientras consumía su vida en un torbellino de pasiones, su obra adquiría contornos épicos. A pesar de eso, Hemingway nunca estuvo conforme con su literatura, y en eso no se equivocaba Borges cuando dijo que el norteamericano se mató porque creía que no sabía escribir. Sus héroes tormentosos, sin embargo, se fueron ganando un lugar en el imaginario colectivo, a veces gracias al empuje del cine. En tanto, él se levantaba bien temprano, se servía un vaso de whisky, y se pasaba horas parado -casi nunca sentado- frente a su vieja Corona portátil. Costumbre que incrementó durante su estancia en Finca Vigía, Cuba, donde convivió con 52 gatos, 16 perros, 100 palomas y dos vacas. Su obsesión literaria con la tragedia hizo que no pocos vaticinaran su fin. El respondía: "El alma y el estómago libran batallas. En las del alma triunfa la oscuridad. En las del estómago, el bourbón convenientemente mezclado con soda fría". De cualquier forma, de todos los combates que libró, el más misterioso y definitivo fue el que emprendió en un alejado pueblo de la frontera norteamericana-canadiense, cuando la desesperación le ganó a sus ganas de vivir.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)