Por Humberto Acciarressi
Años atrás, era famoso en las calles de Banfield un sujeto cuya epidermis podía dividirse en capas geológicas, tenía unas rastas que hubiera envidiado Bob Marley, y su olor evocaba los aromas de herrumbre y cuero que se perciben a orillas del Matanza. A todo el mundo le resultaba raro que aquella suciedad porcina ya no lo hubiera matado.
No hace mucho, al autor de estas líneas le contaron que en Montevideo existe un especimen similar, a quien -de paso por un hospital- lo bañaron entre tres enfermeras que utilizaron cepillos de cerda gruesa para el hombre y barbijos para ellas. Mal hecho. Las mujeres ignoraban que recientes estudios científicos revelan que la suciedad hace bien. Dicho de otra forma, una persona con la pulcritud enfermiza de Jack Nicholson en “Mejor imposible” tiene severas posibilidades de morir más rápido que los sucios mencionados más arriba , que seguramente portan triplicados los 90 billones de microbios que un ser humano arrastra.
Esto no significa que uno tenga que ir corriendo a chupar el cordón de la vereda o a revolcarse por el piso de la estación Constitución para curarse de una gripe. Todos los extremos, ya enseñaban los griegos, son malos. Pero vivir en una burbuja, lavarse la boca con detergente cada vez que se da un beso, o sufrir un ataque de pánico si a uno le dieron una mano transpirada, no es -definitivante- un signo de salud. Por eso, no trate muy mal a sus bacterias y parásitos, que para algo están.
(Publicado en “La columna del editor” del diario La Razón, de Buenos Aires)