En la película de Philip Kaufman basada en la novela homónima de Milan Kundera, "La insoportable levedad del ser", hay una escena conmovedora, de esas que quedan para siempre. Dos de los tres personajes centrales del film, el matrimonio formado por Tomás (interpretado por Daniel Day-Lewis) y Teresa (Juliette Binoche), ya han recorrido los ajetreos de la Primavera de Praga, las censuras del partido Comunista checo, el exilio, las infidelidades del médico, el retorno casi enfermizo del hombre con Sabina (Lena Olin), y han resuelto mudarse al campo. Alli se reencuentran con la felicidad, que se ve opacada por la mencionada escena, en la que el protagonista es otro de los personajes de la película: el perro Karenin.
Afectada por el cáncer, la mascota de Tomás y Teresa muere en los brazos de ambos, y la mujer que ha sufrido tantas penas del corazón le dice a su marido que, en cierto sentido, ella ha amado al perro más que a él. Y añade una reflexión -recuerdo al azar de la memoria- que dice más o menos que "el perro la amó sin pedirle nada a cambio, sin querer modificarla", como suelen hacer los seres humanos. En la novela de Kundera, el autor checo había escrito -también se me perdonará si la memoria altera alguna palabra - que el amor entre un perro y su amo "es un idilio en el que no hay ni conflictos ni escenas desgarradoras". Tanto en la novela como en la película, queda claro que Teresa se relacionó con Karenin sin querer hacerlo a su imagen y semejanza, aceptando su mundo canino, sin celos de su vida perruna.
Eso que viven personajes de ficción, sea literaria o cinematográfica, lo conocen a fondo aquellos que tienen perros, sea uno, dos o más. Yo me encuentro entre ellos. Y no hace mucho, científicos japoneses llegaron a la misma conclusión. Los expertos descubrieron, en reiterados experimentos, que cuanto más se miraban a los ojos los perros y sus dueños, más oxitocina (la llamada "hormona del amor") producían sus cerebros. Y ahora se ha descubierto que ese amor recíproco tiene muchos más años de los que se imaginaban. Efectivamente, de acuerdo al análisis genético de un hueso de mandíbula de un lobo siberiano de hace 35 mil años, se ha comprobado que la domesticación del perro puede datar de 40 mil años atrás. Según lo que acaba de publicar la revista especializada Current Biology, los análisis de ADN de los perros de trineo husky tienen un elevado e inusual número de genes en común con el perro-lobo de Taymir. Dejando de lado la ciencia, terminamos con un párrafo del bello poema de Neruda, en el que habla de la muerte de su perro y remata: "Y no hay ni hubo mentira entre nosotros".
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)