Por Humberto Acciarressi
Antes de las ocho y media de ayer, Buenos Aires era apenas un poco diferente a cualquier día. Tal vez, mirando detenidamente, podría haberse notado un apuro bastante más agitado que el habitual, en una ciudad donde las corridas son moneda corriente. Eso sí, en el momento en que comenzó el partido entre nuestra selección y la coreana, la ciudad se vació como por arte de magia. Si un director de cine no filmó sus calles, se perdió de ahorrarse un montón de plata si algún día quiere hacer una película estilo Exterminio, con una Buenos Aires desierta.
Salvo algunos con genoma extraterrestre, los únicos seres humanos visibles estaban apiñados en los bares o en las plazas San Martín y Centenario, donde se instalaron sendas pantallas gigantes. Hasta los turistas, contaba más tarde el propietario de una cafetería tradicional de la avenida Corrientes, estaban con la mirada clavada en los televisores. Al resto de los habitantes de Buenos Aires, sólo podía adivinárselos en sus casas o en sus trabajos, comiendo facturas nerviosamente.
Cuando terminó el primer tiempo, entre las 9.15 y las 9.30, la ciudad fue la de siempre.Centenares de personas inundaron los cajeros de los bancos, corrieron por la calle, se subieron a los colectivos, compraron cigarrillos en los kioskos, hicieron un chiste, salieron a respirar o a tomarse un ansiolítico para aminorar el efecto del gol coreano cuando moría el primer tiempo. Es de suponer que en sus casas, en sus trabajos o en las escuelas, grandes y chicos pusieron en práctica las más colorida variedad de cábalas. Todo futbolero sabe que los rituales del entretiempo son fundamentales. Cada uno tiene el suyo y el secreto es no revelarlo. A las 9.30, como si fuera un cuadro de la historieta El Eternauta, la ciudad volvió a despoblarse. Se instaló un silencio sólo conmovido por los gritos de gol salidos de las entrañas de los edificios, cada vez que la Selección se acercaba a la goleada definitiva.
Cuando terminó el primer tiempo, entre las 9.15 y las 9.30, la ciudad fue la de siempre.Centenares de personas inundaron los cajeros de los bancos, corrieron por la calle, se subieron a los colectivos, compraron cigarrillos en los kioskos, hicieron un chiste, salieron a respirar o a tomarse un ansiolítico para aminorar el efecto del gol coreano cuando moría el primer tiempo. Es de suponer que en sus casas, en sus trabajos o en las escuelas, grandes y chicos pusieron en práctica las más colorida variedad de cábalas. Todo futbolero sabe que los rituales del entretiempo son fundamentales. Cada uno tiene el suyo y el secreto es no revelarlo. A las 9.30, como si fuera un cuadro de la historieta El Eternauta, la ciudad volvió a despoblarse. Se instaló un silencio sólo conmovido por los gritos de gol salidos de las entrañas de los edificios, cada vez que la Selección se acercaba a la goleada definitiva.
Cuando el belga Frank De Bleeckere pitó el final del partido, como en una de las tantas publicidades realizadas para la ocasión, la calle se pobló de gente. Históricamente, la Argentina sabe de estos festejos. Miles de personas con camisetas y banderas, perros y gatos con gorritos celeste y blanco, automovilistas y colectiveros tocando bocina, abrazos y cantitos (curiosamente sin las típicas cargadas), y hasta el sonido insoportable de las vuvuzelas que se han puesto de moda y que ya se venden en puestos callejeros de Once y Retiro.
En esos momentos como durante el resto del día, con la ciudad ya normalizada, fue casi imposible escuchar una conversación que no contuvieran en algún tramo términos como Pipita, Messi, Diego, Kun, México, Uruguay, Octavos, Final, entre otros del mismo riñón. Por la hora del partido, los que no aprovecharon los quince minutos del entretiempo, debieron ir después a sus trabajos. Hace rato que no se veían tantos rostros alegres de gente que va a encerrarse ocho horas en una oficina. En esta oportunidad, levantarse más temprano fue una buena inversión para el alma.
(Publicado en La Razón, de Buenos Aires)