Jerome David Salinger, uno de los escritores más enigmáticos del siglo XX, murió en su inexpugnable cabaña de New Hampshire, en el nordeste de EE.UU. Tenía 91 años (había nacido el 1° de enero de 1919 en Nueva York) y su fallecimiento fue sin estridencias, como le hubiera gustado a quien atravesó casi todo el siglo a hurtadillas. "Muerte natural", informa el escueto comunicado de su hijo, que parece redactado por el propio escritor.
Las voces más autorizadas a hacerlo juran que escribía siempre, pero lo cierto es que hace cuatro décadas que no publicaba nada. El año pasado, fiel a su costumbre, celebró sus noventa años en el misterioso silencio que rodeó cada uno de los actos de su vida, desde que a comienzos de los ´80 concedió una casi imperceptible y rara entrevista. Especie de Greta Garbo de la literatura, Jerome David Salinger era impenetrable hasta en los más mínimos detalles. En 1974 charló con Lacey Fosburgh del "The New York Times". Fue cuando dijo aquello de "vivo para escribir, pero escribo para mí mismo y mi propia satisfacción. No publicar me reporta una maravillosa sensación de paz. Publicar es una terrible invasión de mi privacidad".
Su manía de no dar señales de vida (que en numerosas oportunidades dio pie a la idea de su "no existencia", como si fuera un vampiro con algunos escrúpulos) no impidió que se conocieran muchos aspectos de su biografía. Entre ellos su intervención en la Segunda Guerra Mundial después del ataque japonés a Pearl Harbor; su papel activo en el desembarco aliado en Normandía; su efímera esposa Sylvia, funcionaria nazi de la que se enamoró después de detenerla. Y la publicación de algunos de sus primeros relatos. Hasta que en 1951 apareció "El guardián entre el centeno", la novela que narra las peripecias de Holden Caulfield que lo proyectaría a una fama no deseada pero inevitable.
Es sabido que a Salinger le importaba bien poco el asunto éste de las estridencias de la gloria en vida. Sin embargo, su obra ícono, "El guardián entre el centeno", fue objeto de culto de varias generaciones. Tal vez el más famoso de sus lectores haya sido Mark Chapman, el asesino de John Lennon, quien dijo haber actuado inspirado en la novela. En el otro extremo, Bill Gates reconoció que a pesar de los años, sigue siendo su libro de cabecera. Y en el medio de ambos, miles y miles de famosos y anónimos lectores.
"Nueve cuentos" en 1953, "Franny y Zooey" (el más flojo de todos) en 1961, y "Levantad, carpinteros, la viga maestra y Seymour: una introducción" (un libro con dos relatos editado en 1963 y que previamente había publicado The New Yorker). Después, el silencio más absoluto. Es sabido que el escritor entabló demandas para detener la publicación de biografías (lo que logró apenas a medias, ya que una de ellas, bastante buena, es la de Ian Hamilton); se convirtió en el inspirador de otros escritores; personaje de varias novelas y de alguna que otra película. Así, Salinger llegó al final de sus días en el más rotundo silencio.
Entre los múltiples homenajes que recibió este reservado escritor se encuentra el tema Catcher in the Rye, de Axl Rose, que figura en el último álbum de la banda, "Chinese Democracy", que será presentado a los argentinos el 20 de marzo, como ya se ha confirmado en la página oficial del grupo. En el estadio Monumental de River, Axl y los músicos que ahora lo acompañan (ninguno de los legendarios que vinieron en la década del 90), interpretarán este homenaje, ahora póstumo.
Especialista en esconderse y levantar muros en torno suyo, no pudo evitar que tres mujeres le quitaran algunos ladrillos a la pared de silencios y misterios. La primera de ellas, Betty Eppes, le arrancó algunas frases para un entrecortado reportaje en los años ochenta Las otras dos fueron más contundentes y dejaron testimonio en sendos libros. Una, y hay motivos para creer que sabía mucho, fue su ex amante Joyce Maynard. La otra, la más cruel, fue nada menos que su hija Margaret "Peggy" Salinger. Entre las cosas más leves que contó la chica, figura que a su padre le encantaba beber su propia orina, que le pegaba a su esposa y que era hiperadicto a la TV basura. El escritor, fiel a su costumbre, no dijo nada. Por lo menos no públicamente. Y nunca sabremos que pensó.
(Publicado en la sección Cultura de La Razón, de Buenos Aires)