Por Humberto Acciarressi
En ciertos casos, para evitar malos entendidos o entripados innecesarios, cabe aclarar las cosas de entrada. "Esperando a Godot" y "Fin de partida" son dos obras magníficas, revolucionarias, y sin ellas la escena del siglo XX estaría huérfana de una de sus patas fundamentales, la del absurdo. Aclarado este punto para no herir suceptibilidades, pasemos a otros aspectos de la obra de Samuel Beckett, ese irlandés orgulloso que nació bajo el signo de Aries en las cercanías de Dublin, el 13 de abril de 1906. Es decir, hace un siglo y monedas. Fue un viernes Santo, pero - como queda dicho - un viernes trece. De una manera u otra, una carga para este descendiente de hugonetes franceses llegados a Irlanda en el siglo XVIII.
El hombre que en una oportunidad dijo que "el único medio de renovación consiste en abrir los ojos y contemplar el desorden", se dedicó con entusiasmo impar a ese postulado, sufriendo de ciertas contingencias no deseadas. Y llegó a conclusiones poco alentadoras, entre ellas que la vida carece de sentido. Su personalidad tuvo varias peculiaridades. Por un lado, fue solitario, hipersensible e introvertido. Por el otro, tenía una gran percepción, una memoria digna del Libro Guiness y un extraordinario sentido del humor. Antes de pasar a su literatura no huelga consignar que, durante la guerra desatada por Hitler, Beckett integró una red de inteligencia de la Resistencia Francesa. Mientras escribía y se preparaba para ser considerado, años más tarde, como uno de los escritores más importantes del siglo, artífice de una literatura de extrañas resonancias.
Esclavo de sus dos obras más famosas, suele olvidarse que Beckett es autor de unos extraordinarios relatos breves, singulares obras maestras como "El despoblador", "Verse", "El dinero" y otros editados oportunamente por Tusquets. Una faceta menos conocida es la que concluyó en "Film" (dirigida por Alan Schneider y protagonizada por Buster Keaton), su aislada incursión en el cine (guión mediante) que dio pie a su también único viaje a Estados Unidos. Y por supuesto no debe dejarse de lado su actividad como novelista, con títulos como "Malone muere" y "El innombrable". Sin embargo es con "Molloy" donde llega a alturas sólo alcanzadas por Kafka, donde aparece su preocupación por el hombre trágico en un relato circular lo más cercano a la perfección. Y naturalmente su poesía, labrada desde la lejana influencia de Eliot y Pound hasta alcanzar, con el tiempo, su voz inconfundible.
Beckett, que había sostenido que "el pecado capital es nacer", enmendó esa culpa ajena a su voluntad el 22 de diciembre de 1989. Recluido, aislado, hacía mucho que el mundo ya no contaba para el irlandés, aunque su cabeza altiva y sus ojos penetrantes importaran para un mundo no menos absurdo que muchas de sus obras. Si alguna vez había dicho que "lo único que cuenta es la escritura"- postulado al que fue leal hasta la muerte - no es desacertado recordar lo que dijo de él otro grande: Emil Ciorán. Ambos compartían esa especie de ferocidad que subyuga y el amor por los cementerios, que a veces es como una marca de fábrica. "No vive en el tiempo, sino parelelamente al tiempo - dijo el rumano del irlandés-. Por eso nunca se me ha ocurrido preguntarle lo que pensaba de algún acontecimiento particular. Es uno de esos seres que permiten concebir la historia como una dimensión de la que el hombre hubiera podido prescindir". Como elogio es casi inigualable. Pero al hombre que no asistió a recibir el Nobel en 1969 y que donó el dinero del premio a gente sin recursos, los homenajes no le gustaban. Claro, además escribió "Fin de partida" y "Esperando a Godot". Pero esto ya se sabe.
(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)