Por Nora Abdala
Lo cierto es que el 8 de marzo de 1914, el poeta escribió sin parar treinta y tantos poemas que se le aparecieron como obras de Alberto Caeiro – el primero de los heterónimos – y que ese mismo día, influyeron a su vez sobre la escritura del poema “Lluvia oblicua”, firmado con el nombre de Pessoa. Esta confidencia del poeta, unida al hecho de que asegurase más tarde que Caeiro era el maestro - no sólo de los heterónimos Campos y Reis, sino también del suyo propio - convierte a Pessoa (cuando conserva su nombre) en un poeta de igual naturaleza literaria que sus heterónimos.
Los otros dos personajes nacieron el mismo año que Caeiro: el primer poema de Alvaro de Campos, titulado “Opiario”, fue escrito en el mismo mes de marzo, mientras que la primera Oda de Ricardo Reis, lleva fecha del 13 de junio. No deja de ser interesante que Reis, el primero de los heterónimos presentido por Pessoa (en 1912 se le apareció vagamente su retrato, luego olvidado), fuese el último en escribir un poema. Es posible pensar que, en este caso, el gran esfuerzo de despersonalización haya sido el más arduo. Pessoa confesó más tarde que Reis era el poeta que él mismo hubiera querido ser.
De acuerdo a los datos que nos proporciona su creador, Ricardo Reis es médico de profesión y monárquico, circunstancia inquietante que lo lleva a emigrar algunos años a Brasil. Educado en un colegio de jesuitas, recibe una formación clásica y latinista que ayuda a consolidar una estructura de personalidad típicamente conservadora. Heredero del gran poeta latino Horacio, domina las formas de la tradición grecolatina y proclama la disciplina de la construcción poética bajo el amparo de los dioses de la antigüedad pagana.
Ricardo Reis escribió sus Odas a lo largo de dos décadas (de 1914 a 1935); Fernando Pessoa murió pocos días después de haber redactado la última. Como la mayor parte de la obra del portugués, casi todos estos poemas quedaron inéditos, a excepción de 28, aparecidos en las revistas Athena y Presenca. Es el heterónimo más cercano y el que lo acompaña hasta sus últimos días. Los une el cuidadoso uso de la rima, el tradicionalismo estilístico, la mesura y la contención del discurso. A Pessoa lo tientan los sonetos; Reis escribe odas, elegías y epigramas, a la manera de los poetas latinos.En el equilibrio sistemático de su heterónimo puede reflejarse la férrea educación victoriana que Pessoa recibió en sus años de infancia y adolescencia en Durban, Africa del Sur (único territorio extranjero conocido).
¿Por qué Fernando Pessoa decide inventar semejante engendro contra la corriente de su época? ¿Qué vínculo los une? El poeta hace público el rechazo ante el estoico rigor y la lúcida pero fría perfección de su criatura: “Reis escribe mejor que yo el portugués, pero con un purismo que considero exagerado”. Los primeros lectores del heterónimo advirtieron con desconcierto su presencia extraña y extravagante. En el contexto histórico perduraban aún los ecos del simbolismo, y la modernidad luchaba por desvincularse en forma radical de la tradición. Una reducida crítica literaria dedicó a su poesía escasa atención, pero le reprochó sus excesos formales. No se entendía el capricho de Reis por establecer una relación entre un presente cada vez más secularizado y un pasado cuyas esencias debían continuar vivas, siempre y cuando se comprendiese la doctrina de los dioses paganos. Para ello era necesario interpretar que el heterónimo no hacía otra cosa que alimentarse del quebranto de la fe sufrido por Fernando Pessoa. Sus propias palabras explican su estética y su paganismo trascendental: “Hay sólo dos clases de estados de ánimo constantes con los cuales vale la pena vivir: con la noble alegría de una religión o con la noble tristeza de haberla perdido; lo demás es vegetar”.
Las Odas de Ricardo Reis, con sus arcaísmos léxicos, sus latinismos, sus figuras de estilo como el hipérbaton y la elipsis, sonaban en el horizonte de la modernidad como artefactos artificiales y – fundamentalmente - inútiles. Uno de los pocos que alentó esta “anacrónica” invención poética fue el amigo de Pessoa, Mario Sa Carneiro, quien en una carta enviada en 1914, le señala con admiración: “Ha conseguido crear una novedad clásica, horaciana. Pues tal es la impresión que me han dejado: no sé por qué, contienen elementos nuevos. Permítame decirle: una maravilla de impersonalidad. La primera estrofa de la primera Oda es algo grandiosa - muy nuevo, en su sencillez y en su clasicismo- Horacio multiplicado por el alma”.
Recordémosla, en una versión castellana: “Seguro asiento en la columna firme / de los versos en que quedo, / no temo el influjo innúmero futuro / de los tiempos y el olvido; / que la mente, cuando fija, en sí contempla / los reflejos del mundo, / de ellos se plasma vuelta, y al arte el mundo / crea, que no la mente”. Ricardo Reis retoma los grandes temas de la poética de Horacio: el carpe diem, la idea de la fraternidad y la imperturbabilidad o ataraxia – conceptos claves epicúreos -, el tiempo circular de la naturaleza. Como también su particular punto de vista sobre la filosofía estoica: “No tengas nada en las manos / ni una memoria en el alma / que cuando te pusieren / en las manos el óbolo último, / al abrirte las manos / nada te caerá”.
A diferencia de Horacio, que aconseja un goce moderado (pero más sensual), el poeta propone una estricta serenidad intelectual contenida por la abstracta geometría del lenguaje. Construye una visión del mundo que reniega de la pasión y los sobresaltos, una sensación de libertad custodiada por la acción de la indiferencia. Ajeno a la manipulación del mundo moderno, elabora una teoría poética del desapego ¿Por qué Pessoa, a través de Ricardo Reis, imprime un nuevo sello a la tradición? ¿En qué consiste, dentro de una poesía tan lograda, ese sentimiento de irrealidad y topología quimérica que produce? Lo que sí puede asegurarse es que en ese mecanismo de reescritura del mundo clásico, opera inevitablemente una crítica del mismo texto y de la condición humana, rasgo particularmente constitutivo de los tiempos modernos. Subyace, en ese diálogo anacrónico con la antigüedad, a la manera de un pentimento, una sensación de angustia anestesiada.
La ironía, dice el francés Vladimir Jankelevitch, consiste en ausentarse. El movimiento de la conciencia, luego de aplicar sobre el objeto de conocimiento una afirmación categórica, se permite una segunda actitud: una especie de echarse atrás, algo así como la transformación de una presencia en ausencia. Ese alejamiento, junto con la dosis de ocio indispensable para la representación, permite a la conciencia despegarse de las cosas, distraer la vida hacia la esfera del campo intelectual. “Oí contar que otrora, cuando en Persia / había no sé qué guerra / cuando la invasión ardía en la Ciudad / y las mujeres gritaban / dos jugadores de ajedrez jugaban / su juego continuo”. De esta manera, Ricardo Reis emprende una actitud irreverente, que desarrolla minuciosamente en “Los jugadores de ajedrez”. Frente a las atrocidades de la guerra, el juego parece una acción inútil, pero, paradójicamente, transforma esta indiferencia en un ejemplo moralizante: en el mundo contemporáneo, los modos de pensar se han olvidado y las acciones que hay que atender, obedecen al error.
Detrás de la seriedad de nuestro circunspecto poeta monárquico, se asoma la conciencia disponible del otro, de Fernando Pessoa. A partir de su variada multiplicidad de puntos de vista, se permite corregir “…fragmentando el discurso compacto, el pensamiento, que aprende a mirar de derecha e izquierda, y se quita por fin el pesado manto de la necesidad.”, tal como caracteriza al ejercicio de la ironía, Vladimir Jankelevitch.
Si, como pasajero del tiempo lineal, Reis inmoviliza la irrealidad del instante - “enlacemos y desenlacemos las manos”, nos dice en un poema célebre -, también encara su destino de antihéroe con este verso cruel: “Sabio quien se contenta con el espectáculo del mundo”. Precisamente, en la contemplación y el no formar parte de la acción de ese mundo que - allá por los años de su muerte literaria prefiguraba otra nueva desintegración masiva – reside la sabiduría de su escepticismo elegante. Con sutil ironía, herramienta indispensable para la tarea, Fernando Pessoa – uno de los poetas más originales del siglo XX – cava un surco hacia uno de los caminos más desasosegados del más allá, el de la plena libertad poética.