Por Humberto Acciarressi
Desde el 2 de abril de 1805 en que nació en la ciudad danesa de Odense, Hans Christian Andersen sufrió hambre y pobreza. Su padre, que había construido su cuna con la madera sobrante del féretro de un noble, murió pronto. Su madre, vuelta a casarse, apenas tuvo tiempo para ese hijo que enfrentaba las tristezas con una imaginación portentosa. A los catorce años viajó a Copenhage, donde soñaba convertirse en bailarín, cómico o cantor. Y si fuera posible las tres cosas. No pudo ser ninguna.
Trabajó en una fábrica, donde distraía a sus compañeros cantando o recitando fragmentos de obras escritas por él. Cuando resolvió estudiar a los veinte años, apenas compartía minucias cotidianas con sus condiscípulos de diez. Hasta que un día alguien se interesó en sus escritos, editó el "Viaje al pie del canal de Holin", y el joven de los zapatos rotos fue aceptado en los cenáculos.
Gracias a mecenas generosos, viajó por el mundo y fue puliendo -en la observación y la descripción- el acento maravilloso de sus cuentos. Formado como autodidacta en las lecturas de Goethe, Hoffman y Schiller, Andersen intentó la dramaturgia sin éxito. No tuvo la suerte de James Barrie, que dió larga vida a Peter Pan desde un escenario. También escribió algunas novelas, unos interesantes relatos de viajes, poesías, y la autobiografía "El cuento de mi vida". Pero lo suyo estaba en otro lado.
Durante una estancia en Inglaterra, buscó y obtuvo la amistad de Charles Dickens. Por lo que se sabe, el autor de la "Historia de dos ciudades" ejerció una gran influencia sobre Andersen, que adquirió un eficaz equilibrio entre la realidad y su desmesurada fantasía. Los eruditos aún no acuerdan sobre un dato casi arqueológico: los cuentos que escribió entre 1835 y 1872. Unos dicen que fueron 164, otros 168.
Ni Defoe con su Robinson Crusoe, ni Swift con Gulliver, ni Saint-Exupery con su Principito, y mucho menos los fabulistas, buscaron el público infantil, que sin embargo obtuvieron. Andersen quiso escribir para los chicos. La primera colección la edita en su país con el propósito en el título: "Cuentos contados a los niños". En su vastísima producción hay clásicos como "El patito feo", "El valiente soldadito de plomo", "La sirenita", "Las zapatillas rojas" y "Pulgarcita" (mujer y no varón como popularizó el cine).
Andersen, como Perrault y los hermanos Grimm, tuvieron una especie de desgracia póstuma. Muchos de sus cuentos fueron y son editados sin mención de sus nombres, como si pertenecieran a la tradición oral. A pesar de sus desventuras -atenuadas por la tremenda tenacidad que puso para salir adelante- Andersen escribió en 1855: "Mi vida es un cuento maravilloso, marcado por la suerte y el éxito". Murió veinte años después, en 1875, en Copenhague. Su gran inventiva no le permitió vislumbrar que a dos siglos de su nacimiento y 130 años de su muerte sus cuentos se leerían en casi todas las lenguas del mundo. A veces -o por lo menos en su caso- la imaginación peca de modestia.
Trabajó en una fábrica, donde distraía a sus compañeros cantando o recitando fragmentos de obras escritas por él. Cuando resolvió estudiar a los veinte años, apenas compartía minucias cotidianas con sus condiscípulos de diez. Hasta que un día alguien se interesó en sus escritos, editó el "Viaje al pie del canal de Holin", y el joven de los zapatos rotos fue aceptado en los cenáculos.
Gracias a mecenas generosos, viajó por el mundo y fue puliendo -en la observación y la descripción- el acento maravilloso de sus cuentos. Formado como autodidacta en las lecturas de Goethe, Hoffman y Schiller, Andersen intentó la dramaturgia sin éxito. No tuvo la suerte de James Barrie, que dió larga vida a Peter Pan desde un escenario. También escribió algunas novelas, unos interesantes relatos de viajes, poesías, y la autobiografía "El cuento de mi vida". Pero lo suyo estaba en otro lado.
Durante una estancia en Inglaterra, buscó y obtuvo la amistad de Charles Dickens. Por lo que se sabe, el autor de la "Historia de dos ciudades" ejerció una gran influencia sobre Andersen, que adquirió un eficaz equilibrio entre la realidad y su desmesurada fantasía. Los eruditos aún no acuerdan sobre un dato casi arqueológico: los cuentos que escribió entre 1835 y 1872. Unos dicen que fueron 164, otros 168.
Ni Defoe con su Robinson Crusoe, ni Swift con Gulliver, ni Saint-Exupery con su Principito, y mucho menos los fabulistas, buscaron el público infantil, que sin embargo obtuvieron. Andersen quiso escribir para los chicos. La primera colección la edita en su país con el propósito en el título: "Cuentos contados a los niños". En su vastísima producción hay clásicos como "El patito feo", "El valiente soldadito de plomo", "La sirenita", "Las zapatillas rojas" y "Pulgarcita" (mujer y no varón como popularizó el cine).
Andersen, como Perrault y los hermanos Grimm, tuvieron una especie de desgracia póstuma. Muchos de sus cuentos fueron y son editados sin mención de sus nombres, como si pertenecieran a la tradición oral. A pesar de sus desventuras -atenuadas por la tremenda tenacidad que puso para salir adelante- Andersen escribió en 1855: "Mi vida es un cuento maravilloso, marcado por la suerte y el éxito". Murió veinte años después, en 1875, en Copenhague. Su gran inventiva no le permitió vislumbrar que a dos siglos de su nacimiento y 130 años de su muerte sus cuentos se leerían en casi todas las lenguas del mundo. A veces -o por lo menos en su caso- la imaginación peca de modestia.
(Publicado en "Tiempo de Arte")