31 diciembre 2006

El primer año sin mi hermano Leo


Por Humberto Acciarressi

Nací un año y medio antes que él, y desde entonces ha pasado el tiempo suficiente para que las nostalgias sean más fuertes que las certezas. Y el azar quiso que sea yo, y no él, quien esté escribiendo estas líneas el último día del último mes de su último año. Desde chicos compartimos todo, incluso aquellas cosas que no podíamos ni debíamos compartir. Y compartimos, con menos de una década de vida, el dolor y la tristeza que siguió al día en que nuestros padres y hermana fallecieron en un accidente del que nosotros nunca supimos si nos salvamos o no. Juntos caminamos, nos sentamos y miramos en silencio el viejo lago de los bosques de Palermo, donde nos escapábamos de ciertos rituales familiares. Allí, con el transcurrir del tiempo, fuimos con libros, guitarras, vinos y mujeres. La vida siguió con sus costumbres cotidianas y cada tanto, como durante los años en que creíamos que podíamos cambiar el mundo, la muerte agazapada se empeñaba en cosechar en los alrededores y se llevaba a amigos y familiares.

En cierta oportunidad, ya ni siquiera recuerdo el motivo – sí que yo era todavía un adolescente estudiante de la vieja Escuela Panamericana de Arte - , me fui a pasar solo un fin de año a orillas del río Colorado, debajo de un árbol que me protegió de una lluvia torrencial – el teléfono más cercano estaba a varios kilómetros y no existían los celulares - , comiendo un pedazo de pollo puesto en la mochila por una chica que me había dado alojamiento en La Pampa unos días antes, pero que no logró retenerme durante las fiestas. Cuando volví a Buenos Aires, alguien de la familia me contó que Leo había llorado porque era la primera Navidad que no pasábamos juntos. Ya no me parece casual que haya sido La Pampa el lugar al que mi hermano viajaba los últimos fines de semana de su vida, a costa de su ya devastada salud, para ver a sus hijos Lucila y Juan Marcos, lo que más amaba en el mundo. Y esto para preocupación de la tía Elena y su amiga Lilia, las dos únicas personas que estuvieron cuando los que tenían que estar desertaron.

Así como en varios momentos de nuestras vidas en que nos distanciamos, los últimos tiempos no fueron los mejores de nuestra relación. Eramos demasiado parecidos y demasiado distintos, y en muchas ocasiones nos molestaban las maneras que tenía el otro de sortear los escollos. Sin embargo, durante esos períodos, nunca podía evitar pensar en él en decenas de ocasiones y supongo que a él le pasaba otro tanto. En las semanas previas a su muerte nos pusimos al día con ciertas cosas y me contó otras que alguna vez deberé escribir para hacerle honor a quien fue, a pesar de su tragedia personal y de la liviana opinión de algunos, uno de los seres más sensibles que existieron. Me quedarán grabados para siempre el último abrazo, el último beso y la última mirada que nos dimos seis horas antes del momento en que mi hermano Leo ya no pudo hacer lo que hicimos muchas veces: distraer a la muerte con otro gambito. Pero me quedan, sobre todo, los momentos felices que vivimos, a veces desorbitadamente.

La lista, siempre arbitraria, debería incluir el día que esperamos dos horas en la puerta de Frávega, en la avenida Cabildo de Belgrano, para comprar “La banda del Sargento Pepper”, y nuestra posterior jactancia de ser los primeros en tenerlo en la Argentina. O cuando para impresionar a dos chicas tiramos un petardo dentro de un buzón en Olleros y la avenida Libertador, a una cuadra de la casa donde nacimos, con tan mala suerte que terminamos los cuatro mirando desde la vereda del hipódromo como los bomberos apagaban el incendio de cartas. O cuando íbamos a Plaza Francia y de allí arrancábamos, con esa pequeña secta que entonces seguía el rock nacional, a los recitales de los primeros Abuelos de la Nada, Pappo, Moris, Los Gatos, Vox Dei o La Cofradía de la Flor Solar. O cuando viajábamos a todos lados, dentro y fuera del país, para sufrir con el River de los 60 y disfrutar a lo loco con el que retomó los bicampeonatos y los tricampeonatos a mediados de los 70. O cuando charlábamos desde que arrancaba la noche hasta que el sol nos quemaba los ojos, sobre libros, discos, películas, mujeres y, a medida que pasaban los años, del pasado. Ese pasado compartido durante la adolescencia, que también incluía viajes “a dedo” por las rutas del país y del Uruguay; charlas “serias” sobre a quien le correspondía tal o cual chica según sorteos ideados para la ocasión; naturalmente los amigos, los colegios, las "ratas" y las peleas callejeras con los adversarios del barrio de Las Cañitas; sus días de arquero que coincidieron con los míos de centrodelantero; o los cigarrillos u otras yerbas que nos fumábamos a escondidas de la familia.

Ya más grandes –aunque según algunos no más maduros- cada uno hizo su vida (entre otras cosas abandonamos nuestros delirios de ser músicos o jugadores de River y nos hicimos periodistas, lo que era inevitable porque ambos escribíamos desde chicos), y naturalmente cometimos muchos errores y tuvimos algunos aciertos. No puedo, no quiero, ni tengo autoridad para hacer juicios de valor – que en todo caso lo hagan otros con vocación de jueces - sobre lo que fue la vida de Leo hasta hace unas semanas, cuando el Sida no le dejó defensas para hacerle frente a un linfoma. Hoy me aferro a esas alegrías, tal vez demasiado agobiado por esas razones del corazón que la razón no entiende, de las que hablaba Pascal. Aunque sean esas mismas alegrías las que provocan el dolor que me muerde las entrañas, a pocas horas de comenzar el primer año de mi vida sin mi hermano Leo.

Meeting Theda Bara, 1918

Detrás de escena de "Casablanca"

29 diciembre 2006

Louis Armstrong, del revolver a la trompeta


Por Humberto Acciarressi

El primer día del año 1913, mientras en las calles de Nueva Orleans los vecinos pobres y los ricos festejaban el acontecimiento, unos disparos sonaron en el ambiente y detuvieron la algarabía. Algunos, entre ellos un policía, recorrieron con la vista los alrededores hasta que se toparon con un chico negro, de ojos pícaros y sonrisa cómplice, de cuya mano colgaba una pistola. El muchacho, que había resuelto despedir el año a los tiros, fue a parar a un reformatorio. Allí, uno de los guardias de apellido Smith, se hizo amigo del chico y le enseñó a tocar la trompeta. Desde esos días de encierro hasta el final de sus días, aquel negrito llamado Louis Armstrong no se separó nunca de su instrumento.

Nació el 4 de julio de 1900, el Día de la Independencia de los Estados Unidos (algunos biógrafos sostienen que la fecha fue un invento del músico), en una sórdida casa de Nueva Orleans. Según lo confesó sonriente varias décadas más tarde, hasta que cumplió cinco o seis años creyó que los petardos, los cohetes y los cañonazos que escuchaba en sus cumpleaños eran en su honor. En todo caso, eso no hubiera estado nada mal.

Sus primeros contactos con la música se produjeron cuando seguía los cortejos fúnebres de los negros, escuchando los "spirituals" que desgranaban los instrumentos y las voces quejumbrosas de los deudos. Es imposible y ocioso reproducir las bandas en las que tocó desde que reemplazó a King Oliver en el grupo de Kid Ory hasta que el mundo se quedó sin su trompeta (uno de sus primeros compañeros fue el legendario Buddy Bolden, de cuya corneta se decía que podía resucitar a los muertos).

Si hay que decir que con Satchmo (abreviatura de Satchelmouth: boca de maleta) aprendieron los más grandes músicos de jazz del siglo, incluso aquellos que lo criticaron por cuestiones más ideológicas que musicales (decían que entretenía a los blancos, como si el arte se midiera en fronteras raciales). Miles Davis, antítesis de Armstrong, no tuvo más remedio que reconocer: "Nadie puede tocar en la trompeta algo que Louis no haya tocado antes". Sin embargo, el más grande elogio que recibió Satchmo vino del sacerdote del "bip bop" y compañero de Charlie Parker, Dizzy Gillespie: "En la historia de la música negra ningún individuo ha dominado tan completamente una forma de arte como el maestro Daniel Louis Armstrong. De no haber sido por él, nunca habríamos existido". Y eso es cierto: resulta inconcebible concebir el jazz sin "Pops".

Sólo citando algunas de sus frases, podría decirse que de la campana de la trompeta de Louis salían, convertidos en música, una cálida noche veraniega de Nueva Orleans, el olor de las magnolias en flor, alguna chica con la que había pasado momentos alegres, o la voz de su madre llamándolo por las mañanas. Si Dios existe, no hay dudas que la trompeta de Satchmo contó con su beneplácito. Y si Dios no existe, Armstrong debe haber sido lo más parecido a él. Si dejaba de tocar se enfermaba, porque -decía- se lo exigía el sistema nervioso. Por eso, un día sin música le provocaba un serio desequilibrio emocional. Además de esto, su labio superior tenía unas callosidades producidas por la embocadura de su trompeta, que cuando se le agrietaban le provocaban un dolor insoportable. Para mitigarlo, Louis se ponía pomada. Como eso no bastaba, antes de cada concierto tocaba durante dos horas para castigar sus labios. Dolor más dolor, en su caso era esa explosión de alegría que ahora se escucha en sus discos.

Fornido, exuberante, de dotes histriónicas, sonrisa relampagueante, voz áspera y un estilo inimitable para tocar su instrumento, Louis murió el 6 de julio de 1971 en su casa en los suburbios de Nueva York, mientras dormía plácidamente a metros de su trompeta compañera. Y para terminar, valga una anécdota. En cierta oportunidad, una mujer le preguntó a "Pops" qué era el jazz. Y Armstrong, olvidándose de sus labios inflamados, tomó su trompeta, respondió "el jazz es esto", y comenzó a sacarle al instrumento un sonido improvisado y quejumbroso más doloroso que la vida misma. Ninguna enciclopedia igualará nunca tal definición.

(Publicado en la revista "Así")

Con una ayudita de mis amigos: Sartori

EL PENAL QUE ATAJO EL CHE A ORILLAS DEL RIO AMAZONAS

Por Luis Sartori

Seis años y medio antes del triunfo de la Revolución cubana, que lo tendría como una de sus figuras y lo convertiría en mito, el Che Guevara atajó un penal a orillas del río Amazonas. Pero no pudo evitar la derrota final. Fue en 1952, en el instante decisivo de un partido de fútbol en Leticia, plena selva, la ciudad más al sur de Colombia. Hasta ahí había llegado con su inseparable amigo el médico argentino Alberto Granado, en su viaje más largo trepando por América latina.Los dos amigos habían aparecido por la zona desde el cercano pueblo del San Pablo peruano, con intención de subir en avión hasta Bogotá. Pero se toparon con un problema habitual en los inicios de los vuelos comerciales y, también, en las actuales épocas de crisis: los aviones a la capital colombiana eran escasos, quincenales. Había que hacer tiempo.

Los dos mochileros venían descubriendo la región. La consigna era sumar kilómetros y experiencias a bajísimo costo, y tuvieron que hacer de todo para subsistir. Convivieron más con las miserias del subcontinente que con sus grandezas. Llegaron a atender en leprosarios. Conocer esas profundidades humanas - y la pobreza onmipresente dondequiera que fueran - marcaron para siempre al Che. Los amigos estuvieron en Leticia entre el 23 de junio y el 2 de julio de 1952. Y en ese tiempo muerto en la Amazonia colombiana, el Che fue arquero de Independiente, un cuadro de existencia y campaña efímeras que estuvo a un tris de la gloria regional.

Guevara, entonces de 24 años, tenía pendientes los exámenes finales de medicina en la UBA. Su compañero, ya recibido, rondaba los 30. Llegaron a Colombia después de haber recorrido Chile y Perú, y haber navegado por accidente el Amazonas, en Brasil. Alma de aventureros, habían subido a una balsa que les facilitaron tras un breve paso como médicos en un leprosario del poblado peruano de San Pablo. En esa barca precaria durmieron alguna noche. En otro barco terminaron en Leticia, sin un peso.

Como era tradición en aquellos lugares y esos tiempos, los albergó y les calmó el hambre la policía del lugar. Igual, los forasteros andaban por el pueblo pidiendo pescado para comer. Y terminaron como técnicos-jugadores de un equipo de agentes de policía y conscriptos del Ejército, a propuesta de un menos trascendente (para la Historia) agente Salamanca. ¿Por qué? Sobre todo porque eran argentinos. Epoca de enormes futbolistas argentinos que jugaban en Colombia, la marca de origen de este lado del Río de la Plata tenía más lustre que la de uruguayos - ya bicampeones del mundo - o brasileños, subcampeones en 1950.

El Independiente del Che y Granado entrenó durante una semana, siempre de tarde, a las órdenes de los argentinos. Un esfuerzo que, de por sí, les aseguraba a los amigos los 150 pesos que cada uno que necesitaban para su pasaje aéreo."Al principio solo pensamos en entrenarlos, para no pasar papelones, pero como nos dimos cuenta de que eran muy malos, nos decidimos también a jugar". Lo escribió el Che en una carta de viaje a su madre, Celia.

Fue aquel un campeonato relámpago, con apenas cinco equipos, y partidos de 15 minutos por tiempo. Algunos jugadores jugaron descalzos. Fuera del rectángulo de juego (donde en 1985 se levantaría una biblioteca), pura selva. Los equipos protagonizaron un desfile por la mañana, del que también participaron varios chiquilines vestidos de camisas claras, y al rato comenzaron los partidos. El juego paró a mediodía, por el calor sofocante. Y siguió entrada la tarde.

A Guevara le gustaba marcar la punta derecha, jugar de 4, como se numeraba entonces. Pero el calor húmedo lo desalentaba a correr, y lo ponía en un aprieto mayúsculo por su asma crónica. Consecuencia: se anotó de arquero.Antes de la hazaña del penal atajado, el Che fue protagonista involuntario de un choque cultural que lo puso bajo la mirada nada amistosa de un militar. A lo lejos se escuchó - en pleno partido - a una banda militar que tocaba el himno de Colombia. Guevara se agachó para asistir a un jugador golpeado, y al instante se le acercó un coronel, que lo reprendió a los gritos por no mantener la postura firme. Al reprendido no le faltaron ganas de reaccionar, pero se contuvo, según contaría después.

En el partido, el arquero se lució. Quienes lo vieron dicen que era arrojado para salir de los tres palos, que se tiraba a los pies de los rivales, y que jugaba adelantado, un estilo que más de una década después destacaría a Hugo Gatti en el fútbol argentino. El equipo llegó a la final en la "cancha popular" de Leticia.Y la final terminó en empate. Entonces, a penales.No habría que exagerar y decir que los 3 mil "leticianos" rodeaban la cancha, expectantes, en el momento supremo de la definición. Pero el suspenso atrajo a una pequeña multitud.

Primer penal: el Che repele el ataque adversario. No hay registros visuales, ni escritos, ni siquiera detalles en la memoria de nadie. O sea, no se sabe si el arquero se arrojó con intrepidez y precisión a derecha o a izquierda, o si sencillamente se quedó donde estaba y la pelota lo buscó.
Segundo penal: el compañero de Guevara también desperdicia su tiro. A otra serie de dos disparos.
Tercer penal: el Che desairado; gol.

Cuarto y decisivo: el artillero de Independiente yerra otra vez. Perdieron.

No hubo intercambio de camisetas, premio al mejor jugador, declaraciones a la prensa, ni replay de las jugadas. Eran otros tiempos.

Tres días después de la honrosa derrota, Guevara y Granado tomaron su avión. En Bogotá, el Che pasó de jugador a hincha y se empachó de buen fútbol: vio en vivo Millonarios, un equipo de estrellas, contra el Real Madrid.

(Publicado en Clarin)

28 diciembre 2006

Mona Maris, la novia que no fue


Por Humberto Acciarressi

Su vida trazó una rara parábola. Le gustaba viajar por el mundo en barco y tenía el tipo de mirada a la que ningún hombre puede ser indiferente. Nació el 7 de noviembre de 1906 en una casa de la calle Esmeralda cuyo número nunca recordaba; amaba el mar y a los 75 años se jactaba de conocer más de 25 países. Aunque era más argentina que la calle Corrientes y el dulce de leche, cuando quedó huérfana, a los seis años, sus abuelos maternos, que vivían en Francia, la recibieron en medio de las luces de la Belle Epoque parisiense. Su nombre verdadero era Rosa Emma Sayus Capdevielle, pero el de Mona Maris la inmortalizó en el imaginario popular de los porteños y en el corazón de algunos hombres.

La vida de la vampiresa de los ojos profundos y sensuales tiene dos o tres hitos decisivos. El primero ocurrió en 1927, cuando un alemán cazador de talentos vio la foto de una bella chica en el hipódromo de Longchamps y resolvió rastrearla. La joven estaba de suerte: esa tarde había ganado apostando a un caballo americano, un tal "Take my tip". Aunque Mona Maris nunca supo cómo lo logró, lo cierto es que el sujeto la encontró y le propuso hacer una prueba en un set de filmación de Alemania. Acompañada por su abuela subió al tren que rumbeaba para Berlín, donde al poco tiempo ya tenía firmado un contrato por un año.

La bella morocha filmó en tierra germana tres películas; la más famosa de ellas "Los esclavos del Volga". Nada de otro mundo. Sin embargo, esta experiencia le sirvió como trampolín para saltar a Hollywood, a donde llegó en 1929 (fecha de la foto que acompaña estas líneas) para abrochar, con la Fox, un contrato por cinco años. Ese fue el segundo gran mojón de su carrera. Allí Mona Maris trabajó en más de cuarenta películas, al lado de "nenes" de la talla de Mirna Loy, Ginger Rogers, Buster Keaton y Humphrey Bogart. Para los argentinos, esa trayectoria hubiera servido para recordarla de tanto en tanto. Después de todo, no cualquier chica nacida en el barrio de Monserrat llega a codearse con los popes del cine mundial. Y sin embargo...

El tercer gran momento de la vida de Mona Maris se concretó cuando le ofrecieron trabajar al lado de un cantor argentino que cautivaba a los públicos de todo el mundo: Carlos Gardel. Durante el mes que duró la filmación de "Cuesta abajo", la mujer de los ojos cautivantes compartió con el Zorzal charlas y silencios, cenas y escenas, y hasta un flirteo que generó la leyenda de un romance que ella misma se encargó de desmentir. Y si no pasó nada no fue por falta de atracción mutua. "Por ese entonces - recordaba la actriz en los umbrales de su propia eternidad - Carlos tenía una relación muy seria con una señora americana. Y Gardel era hombre de una mujer por vez". De aquel breve lapso de su vida, a la chica de Monserrat le quedaron una placa de oro que le regaló el cantor (que se la robaron de una caja de seguridad del banco de Galicia); el recuerdo de aquella fascinante relación; y una fama que la consagró definitivamente en el corazón de los argentinos.

Pero el destino de Mona Maris no se frenó el trágico 24 de junio de 1935, cuando la leyenda de Gardel se disparó al futuro desde las ruinas de un avión en llamas en el aeropuerto de Medellín. La chica siguió recorriendo su propio camino: filmó algunas películas en su país natal (ya mayor tuvo un papel en "Camila", de María Luisa Bemberg); se casó y se separó del ingeniero holandés Harry Ruck Gelderman; se peleó por cuestiones de celos profesionales con Zully Moreno; y aseguró que tuvo "la desgracia de conocer al perverso de Chaplin".

En la madrugada del 23 de marzo de 1991, la "mala" de "Cuesta abajo" se murió en Buenos Aires, luego de muchos años de ausencia física y recuerdos constantes. De todos los filmes que rodó, sólo uno se emite religiosamente en cada aniversario de la muerte de Gardel. Podemos aventurar algo: el hombre que diga que no vive pendiente de la voz y los ojos de Mona Maris en esa película, por lo menos no es sincero. Y eso que en medio de sus miradas está la impar voz del cantor. Lo que no es poco.

(Publicado en la revista "Así")

Leopoldo Lugones en 1936