Por Humberto Acciarressi
Nací un año y medio antes que él, y desde entonces ha pasado el tiempo suficiente para que las nostalgias sean más fuertes que las certezas. Y el azar quiso que sea yo, y no él, quien esté escribiendo estas líneas el último día del último mes de su último año. Desde chicos compartimos todo, incluso aquellas cosas que no podíamos ni debíamos compartir. Y compartimos, con menos de una década de vida, el dolor y la tristeza que siguió al día en que nuestros padres y hermana fallecieron en un accidente del que nosotros nunca supimos si nos salvamos o no. Juntos caminamos, nos sentamos y miramos en silencio el viejo lago de los bosques de Palermo, donde nos escapábamos de ciertos rituales familiares. Allí, con el transcurrir del tiempo, fuimos con libros, guitarras, vinos y mujeres. La vida siguió con sus costumbres cotidianas y cada tanto, como durante los años en que creíamos que podíamos cambiar el mundo, la muerte agazapada se empeñaba en cosechar en los alrededores y se llevaba a amigos y familiares.
En cierta oportunidad, ya ni siquiera recuerdo el motivo – sí que yo era todavía un adolescente estudiante de la vieja Escuela Panamericana de Arte - , me fui a pasar solo un fin de año a orillas del río Colorado, debajo de un árbol que me protegió de una lluvia torrencial – el teléfono más cercano estaba a varios kilómetros y no existían los celulares - , comiendo un pedazo de pollo puesto en la mochila por una chica que me había dado alojamiento en La Pampa unos días antes, pero que no logró retenerme durante las fiestas. Cuando volví a Buenos Aires, alguien de la familia me contó que Leo había llorado porque era la primera Navidad que no pasábamos juntos. Ya no me parece casual que haya sido La Pampa el lugar al que mi hermano viajaba los últimos fines de semana de su vida, a costa de su ya devastada salud, para ver a sus hijos Lucila y Juan Marcos, lo que más amaba en el mundo. Y esto para preocupación de la tía Elena y su amiga Lilia, las dos únicas personas que estuvieron cuando los que tenían que estar desertaron.
Así como en varios momentos de nuestras vidas en que nos distanciamos, los últimos tiempos no fueron los mejores de nuestra relación. Eramos demasiado parecidos y demasiado distintos, y en muchas ocasiones nos molestaban las maneras que tenía el otro de sortear los escollos. Sin embargo, durante esos períodos, nunca podía evitar pensar en él en decenas de ocasiones y supongo que a él le pasaba otro tanto. En las semanas previas a su muerte nos pusimos al día con ciertas cosas y me contó otras que alguna vez deberé escribir para hacerle honor a quien fue, a pesar de su tragedia personal y de la liviana opinión de algunos, uno de los seres más sensibles que existieron. Me quedarán grabados para siempre el último abrazo, el último beso y la última mirada que nos dimos seis horas antes del momento en que mi hermano Leo ya no pudo hacer lo que hicimos muchas veces: distraer a la muerte con otro gambito. Pero me quedan, sobre todo, los momentos felices que vivimos, a veces desorbitadamente.
La lista, siempre arbitraria, debería incluir el día que esperamos dos horas en la puerta de Frávega, en la avenida Cabildo de Belgrano, para comprar “La banda del Sargento Pepper”, y nuestra posterior jactancia de ser los primeros en tenerlo en la Argentina. O cuando para impresionar a dos chicas tiramos un petardo dentro de un buzón en Olleros y la avenida Libertador, a una cuadra de la casa donde nacimos, con tan mala suerte que terminamos los cuatro mirando desde la vereda del hipódromo como los bomberos apagaban el incendio de cartas. O cuando íbamos a Plaza Francia y de allí arrancábamos, con esa pequeña secta que entonces seguía el rock nacional, a los recitales de los primeros Abuelos de la Nada, Pappo, Moris, Los Gatos, Vox Dei o La Cofradía de la Flor Solar. O cuando viajábamos a todos lados, dentro y fuera del país, para sufrir con el River de los 60 y disfrutar a lo loco con el que retomó los bicampeonatos y los tricampeonatos a mediados de los 70. O cuando charlábamos desde que arrancaba la noche hasta que el sol nos quemaba los ojos, sobre libros, discos, películas, mujeres y, a medida que pasaban los años, del pasado. Ese pasado compartido durante la adolescencia, que también incluía viajes “a dedo” por las rutas del país y del Uruguay; charlas “serias” sobre a quien le correspondía tal o cual chica según sorteos ideados para la ocasión; naturalmente los amigos, los colegios, las "ratas" y las peleas callejeras con los adversarios del barrio de Las Cañitas; sus días de arquero que coincidieron con los míos de centrodelantero; o los cigarrillos u otras yerbas que nos fumábamos a escondidas de la familia.
Ya más grandes –aunque según algunos no más maduros- cada uno hizo su vida (entre otras cosas abandonamos nuestros delirios de ser músicos o jugadores de River y nos hicimos periodistas, lo que era inevitable porque ambos escribíamos desde chicos), y naturalmente cometimos muchos errores y tuvimos algunos aciertos. No puedo, no quiero, ni tengo autoridad para hacer juicios de valor – que en todo caso lo hagan otros con vocación de jueces - sobre lo que fue la vida de Leo hasta hace unas semanas, cuando el Sida no le dejó defensas para hacerle frente a un linfoma. Hoy me aferro a esas alegrías, tal vez demasiado agobiado por esas razones del corazón que la razón no entiende, de las que hablaba Pascal. Aunque sean esas mismas alegrías las que provocan el dolor que me muerde las entrañas, a pocas horas de comenzar el primer año de mi vida sin mi hermano Leo.