Por Humberto Acciarressi
Nunca digas nunca. Tampoco niegues lo evidente. Tu ansiedad, esa angustia que te aprieta el pecho, ese deambular cabizbajo por el mundo con una apremiante sensación de vacío, tiene su razón de ser. No se debe a que te echaron del trabajo, te dejó tu novia/o, un engripado te estornudó en la cara en un colectivo de la línea 98 en hora pico, tus hijos se cambiaron el apellido por la vergüenza que les das, o tus padres juran que tu nacimiento fue un accidente del que no pueden reponerse. No, tus obsesiones, tus fobias nocturnas, tu melancolía, se deben a que tu gato te manipula.
El pequeño y siniestro felino se sabe las mañas para sacarte todo lo que pueda, y encima hacerte sentir culpable. Los expertos de la Universidad de Susex dicen que el ronroneo de los gatos es utilizado por estos para dominar a sus dueños. Con esto ya no podrán eludir el mote de fríos y calculadores. Por eso hay que comenzar a poner límites, aunque te mire con los ojos del minino de Shrek. Descartando el gaticidio por fierrazo en la nuca, podés ignorarlo, amenazarlo con envolverlo para regalo y dejarlo en casa ajena (si es tan inteligente entenderá), comprar un dogo, o tirarte en el piso y maullar más fuerte que él.
Si nada de lo que hagas te rinde frutos y el animalejo continúa manipulándote como a un títere descerebrado, siempre queda la opción del Jardín Botánico. Caso contrario, bancate que te saque el control remoto para mirar gatas en el programa de Rial.
(Publicado en "La columna del editor" de La Razón, de Buenos Aires)