06 noviembre 2015

Edward Curtis, el fotógrafo que registró las tribus de los EE.UU.


Por Humberto Acciarressi

No muchos conocen a Edward Sheriff Curtis. Lo cual es, como poco, una injusticia póstuma con la memoria de este artista nacido en 1868 en Wisconsin, Estados Unidos. Era, antes que nada, un aventurero que recorrió los lugares más insólitos de la mano de su padre, un ex combatiente de la Guerra de Secesión estadounidense. Y lo fue desde chico. Para comprender eso se puede mencionar que -enamorado de un arte nuevo que recién se conocía aunque estaba lejos de ser masivo- construyó su primera cámara fotográfica ayudado con un manual. Apenas tenía doce años y nunca dejó de fotografiar cada cosa que se le cruzaba y le interesaba. Después de muchas vueltas, antes de casarse ya tenía su propio estudio en Seattle. No deberían obviarse una expedición a Alaska en 1899 y un viaje a Montana para documentar una danza indígena del sol, de la que él mismo participó.

Aunque aclarando que Curtis tenía una vasta paleta de temas, y además era un virtuoso impresor que utilizaba raras técnicas para trabajar los negativos y la foto posterior, entre 1907 y 1930 se dedicó a ejecutar la obra cumbre de su vida: "The North American Indian". Se trata de una colección de veinte tomos, con más de 2.200 fotografías originales sobre el indio norteamericano -apache, navajo, hopi y otros que sobrevivieron a las sistemáticas matanzas del ejército de los Estados Unidos e incluso de las bandas de pobladores organizados en torno a ese objetivo -, realizadas con el objeto de documentar las costumbres de los pueblos nativos. Ese costado, gracias al cual trascendió, arrancó en 1895, cuando fotografió a la princesa Angeline, hija del cacique Sialh, de cuyo nombre derivó el de Seattle. Aquella mujer sobrevivía mendigando y, cuando tenía fuerzas, recogiendo almejas. Gracias a Curtis nos queda su cara arrugada y una expresión triste y privada de esperanza.

Hay que añadir que al fotógrafo, que era un gran emprendedor pero un mal financista, las cosas no le fueron demasiado bien. Es verdad que había desarrollado una gran empatía con las tribus que retrataba, pero nunca se planteó renunciar a las ventajas de la civilización. Algunos de los obstáculos fueron naturales, como el terremoto de San Francisco de 1906, que destruyó casi todos sus equipos de trabajo. Sin embargo siguió con las fotografías de la enorme obra de su vida: los volúmenes de "The North American Indian". El proyecto le costo caro: perdió salud, dinero e incluso su familia. En 1930, Curtis estaba definitivamente quebrado. Vivió mucho, hasta 1952, en la pobreza y la oscuridad más absoluta. Su libro genial, después de décadas de permanecer en catálogos de rarezas, recién hace poco años salió a la luz y los expertos analizan cada uno de sus fotogramas para resolver viejos misterios antropológicos. No deja de tener cierta poesía que Curtis, en el peor de los momentos históricos, haya emprendido contra viento y marea una tarea condenada al fracaso. Más tarde, la posteridad hizo lo suyo.

(Esta columna fue publicada en el diario La Razón y también podés leerla acá)