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17 mayo 2020

Discurso de Albert Camus de aceptación del Premio Nobel


"Al recibir la distinción con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?

He sentido esa inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permítanme, aunque sólo sea en prueba de reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Nadie es lo bastante grande para semejante vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia ante la opresión.

Durante más de veinte años de historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad.

Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia.

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establezcan para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.

No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme.

Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de eso, podrá esperar que él presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir, como exultante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil fe, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal personal de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días"

ALBERT CAMUS
(10 de diciembre de 1957, Estocolmo)

26 octubre 2018

El suicidio, según Camus, un gusano en el corazón


"Nunca se ha tratado del suicidio sino como de un fenómeno social. Por el contrario, aquí se trata, para comenzar, de la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra. El hombre mismo lo ignora. Una noche dispara o se sumerge. De un gerente de inmuebles que se había matado me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco años y que esa desgracia le había cambiado mucho, le había "minado". No se puede desear una palabra más exacta, comenzar a pensar es comenzar a ser minado. La sociedad no tiene mucho que ver con estos comienzos. El gusano se halla en el corazón del hombre y hay que buscarlo en él. Este juego mortal, que lleva de la lucidez frente a la existencia de la evasión fuera de la luz, es algo que debe investigarse y comprenderse.

Son muchas las causas de un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente se suicida rara vez (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable. Los diarios hablan con frecuencia de "penas íntimas" o de "enfermedad incurable". Son explicaciones valederas. Pero habría que saber si ese mismo día un amigo del desesperado no le habló con un tono indiferente. Ése sería el culpable, pues tal cosa puede bastar para precipitar todos los rencores y todos los cansancios todavía en suspenso".

Albert Camus
(fragmento de "El mito de Sísifo")

16 junio 2018

El absurdo y Camus


"Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo"
Albert Camus

16 diciembre 2017

Jean-Paul Sartre despide a Albert Camus


El 4 de enero de 1960, Albert Camus se mató en un accidente automovilístico en una carretera de Villeblerin, Francia. Jean-Paul Sartre, su amigo de otros tiempos y luego duro contradictor del autor de "El extranjero", escribió uno de los más conmovedores epitafios que he leido (y que cada tanto releo). En un fragmento expresa:

"Nos habiamos distanciado, él y yo. Un distancimiento no significa gran cosa, aunque haya de ser definitivo; a lo sumo, una manera diferente de convivir, sin perderse de vista, en un mundo tan pequeño y angosto como el que nos ha cabido en suerte. Eso no me impedía pensar en él, sentir su mirada fija sobre la página del libro o del diario que él leía, y preguntarme: "¿Qué dirá de esto?(...) Encarnaba en este siglo, y contra la historia, el heredero actual del antiguo linaje de moralistas cuyas obras constituyen quizá, lo más original de las letras francesas (...) Lo había hecho todo -una obra cabal- y, como siempre ocurre, todo quedaba por hacer. El mismo lo decía: ‘Tengo mi obra por delante’. Ahora se acabó. El escándalo singular de esta muerte es la abolición del orden humano por irrupción de lo inhumano..."

Jean-Paul Sartre

22 febrero 2017

Cuando la peste despierte a sus ratas


"Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa"
Albert Camus
("La peste")

15 agosto 2016

Camus y la miseria del mundo


"- Observe usted la miseria del mundo, ¿qué hace usted por ella?
- ¿La miseria del mundo? No la aumento, ¿cuáles de ustedes pueden decir otro tanto?"

Albert Camus 
(durante un encuentro internacional de escritores en 1948)

11 mayo 2016

Las dos pasiones de Boris Vian, que eran muchas más


Por Humberto Acciarressi

De viaje por los Estados Unidos,a fines de la década del 40, Boris Vian escribió en un alto de su recorrido: "En realidad, sólo existen dos cosas importantes: el amor en todas sus formas con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. Todo lo demás debería desaparecer porque lo demás es feo". Y en este sentido hay que recordar que hizo crítica de jazz en "Combat", dirigido por Albert Camus. O que el propio Sartre, que ignoraba sin pudores el jazz, le pidió a Vian que lo llevara a recorrer cabarets en los que se ejecutaba la música sincopada. El filósofo existencialista quedó tan indignado que dejó de pedirle a su amigo artículos para "Les Temps Modernes". Y no sólo de jazz. De ese episodio quedó registro en "La espuma de los días" de Boris Vian. Pero saliendo de la música y de las mujeres, las palabras del patafísico no parecen coincidir con los días de su corta vida, que se extendió desde 1920 hasta su muerte en 1959, cuando asistía a la privada de la adaptación cinematográfica de su novela "Escupiré sobre sus tumbas".

De manera simplificada, la verdad es que Vian hizo de todo con gran entusiasmo. Fue novelista, poeta, actor y músico. De su agitada vida sobresalen algunos hitos. Siendo chico tuvo tifus y fiebre reumática (lo que lo condicionó para el resto de sus días); arrastró siempre problemas del corazón; su padre fue asesinado en su casa por unos ladrones; obtuvo un título de ingeniero; su pasión por la música lo convirtió en un gran ejecutante y cantautor; fue un hombre cautivado por la actuación; se hizo amigo de personajes como Raymond Queneau y Jean Rostand; frecuentó a los grandes del jazz. Y en ciertas oportunidades - como cuando ciertos libros se convertían en un éxito- solía pasar inadvertido, ya que llegó a utilizar unos cincuenta heterónimos. Un ejemplo es el de "Escupiré sobre sus tumbas", la novela que ya mencionamos. Boris lo firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan, un presunto escritor norteamericano, que, al estilo de Salinger varios años más tarde, no sólo era reacio a conceder entrevistas y dejarse sacar fotos, sino además de viajar a Francia. Como "traductor" de la novela figuraba un tal "Vian", a secas. Era un loco lindo.

Hay cosas que todos saben, especialmente dadas a conocer cuando ya habían pasado varios años de su muerte. Vian escribió "El arrancacorazones", "La espuma de los días", "El otoño en Pekin" o "La hierba roja". Además múltiples obras de teatro (entre ellas "La merienda de los generales" o "El último de los oficicos"), u otras que luego fueron adaptadas, entre ellas la inquietante tragedia burlesca titulada "Los constructores del imperio". Al margen de sus colaboraciones para Camus, Sartre y otros intelectuales, o de sus canciones ("El desertor", su mayor éxito), fue un "sacerdote" de la Patafísica postulada por Alfred Jarry y de todo lo que entraña "la ciencia de las soluciones imaginarias". Por eso su propia vida parece contradecir su aseveración mencionada al comienzo de estas líneas, esa que decía que salvo las mujeres y el jazz de Nueva Orleans nada vale la pena porque es feo

(Publicado en el diario "La Razón" de Buenos Aires)

16 abril 2016

Jean-Paul Sartre, invitación a escapar de la frivolidad


Por Humberto Acciarressi

En ocasiones, ser un pensador de moda y vender millones de ejemplares es una desgracia. Y no me refiero a quienes cultivan con entusiasmo los lugares comunes (un ejemplo típico, Pablo Coelho), sino aquellos que dejan huellas y abren surcos entre las malezas del camino del pensar. Hoy día, en momentos en que la gente se amiga con el pensamiento sencillo y los intelectuales se ponen a la retaguardia de políticos con menos lecturas que un hámster, no es ocioso recordar a Jean- Paul Sartre, muerto en 1980, precisamente un 15 de abril. En cierto sentido puede afirmarse que entre 1950 y finales de los 60, hubo pocas obras que hayan influenciado más que la suya, sea a favor o en contra de los paradigmas culturales de la época. En la actualidad hay quienes consideran perimido su pensamiento, pero ya en vida escritores como Juan Liscano opinaban que Sartre no era filósofo, mucho menos un gran escritor y que para colmo su narrativa no resistía la crítica. Otros lo alababan como si fuera un oráculo. Allá unos y otros.

Hoy puede decirse que el autor de "La Náusea" fue una víctima de los fanatismos, en gran parte por su sana costumbre de cosechar amigos y enemigos sin que eso le importara demasiado. Mientras muchos lo analizaban honestamente, otros se entretenían con su arribo a los arrabales del marxismo-leninismo, su desengaño del Gulag, su unión a Pablo Picasso y dos centenares de intelectuales y artistas para oponerse a la destrucción del Estado de Israel, o sus sesentistas adhesiones al maoísmo. Le pegaban por derecha y por izquierda, algo que también padeció su amigo y adversario Albert Camus (sobre quien escribió la más bella necrológica que yo recuerde cuando éste se mató con un auto, esas líneas que concluyen con la frase "el escándalo singular de esta muerte es la abolición del orden humano por irrupción de lo inhumano"). Pero hubo algo que pocos le toleraron a Sartre, incluso en silencio para no pasar vergüenza. Fue cuando renunció en 1964 al Premio Nobel, por considerar que aceptarlo significaba comprometer su integridad de escritor. Por mucho menos, en estos complicados tiempos actuales, hay quienes canjean su pensamiento a cambio de unas monedas o un lugarcito en oficinas estatales.

Obras filosóficas como su tratado más célebre "El ser y la nada", piezas teatrales como "Las moscas", su novela "La náusea", sus relatos, la serie inconclusa compuesta por "La edad de la razón", "El aplazamiento" y "La muerte en el alma", su tarea al frente de la revista Les Temps Modernes con su compañera Simone de Beauvoir, el magistral ensayo sobre Flaubert, "El idiota de la familia", son apenas algunas de las cosas que podemos mencionar sobre su permanente movimiento intelectual. En la obra de este hombre feo, bizco y de enorme talento, se encuentran los asuntos eternos de la humanidad: la soledad, la intransferible elección, la angustia, el desamparo, el fracaso, la muerte... Tendremos que coincidir que es demasiado para los devotos de las lecturas fáciles, las frases hechas y quienes escriben libros en una semana por urgencias editoriales.

(Publicado en el diario "La Razón" de Buenos Aires)

06 febrero 2016

El mar fiel y fugitivo


"El arroyo y el río pasan. El mar pasa y permanece. Así sería 
menester amar, siendo fiel y fugitivo"

Albert Camus

04 octubre 2015

Syd Dernley: el sadismo del último verdugo de Inglaterra


Por Humberto Acciarressi

En la columna de ayer - "La Pena de Muerte o el retorno a las cavernas"- mencioné al pasar a Syd Dernley, el último verdugo del Reino Unido, que estuvo en su cargo cuatro décadas y unos meses. Lo cité porque es autor de una frase que siempre me pareció escalofriante: "Había gente que me ofrecía dinero para poder asistir a una ejecución. Eso sí que es sadismo. Como no podían matar ellos, querían ver cómo lo hacía otra persona". Y eso me lleva nuevamente a dos autores de cabecera -Albert Camus y Arthur Koestler- a quienes también mencioné en la columna previa y quienes escribieron -no una, sino muchas veces- en contra de la pena capital. Los dos escritores coincidieron en su momento en que no existe ningún poder ejemplificador en la pena de muerte. Y ambos, de diferente manera, señalaron en sus textos que en la Inglaterra de 1886, de 167 personas que murieron en la horca, 164 habían visto por lo menos una ejecución.

En esos casos, obviamente, no había existido "el ejemplo" tan mentado por los defensores de la pena de muerte. Incluso Camus ironizaba al respecto: "Esas apacibles criaturas (los espectadores, aclaramos nosotros) son los que aportan el mayor porcentaje de homicidas. Muchas de esas gentes son criminales que se ignoran. Según un magistrado, la inmensa mayoría de los criminales que había conocido no sabían, mientras se afeitaban a la mañana, que iban a matar a la tarde". Pero volviendo al verdugo Dernley -que murió apaciblemente en noviembre de 1994 -, hay que decir que se jactaba de ser el más rápido de la historia con una frase que mete miedo: "No pasaban más de ocho segundos desde que el condenado salía de la celda hasta que su cuerpo se balanceaba en el hueco del patíbulo". Como ya habrás advertido, Syd era un enfermo minucioso, que además sostenía que el ahorcamiento "es el mejor de los métodos: eficaz, limpio y muy rápido".

En la columna previa contábamos que ya jubilado, Dernley jugaba con una soga y un patíbulo en miniatura. Y el juego -añado ahora- consistía en ejecutar muñequitos de trapo. Ese asesino a sueldo del estado y de las leyes inglesas hasta que la pena capital fue abolida, contaba tranquilamente que su día de trabajo era como el de cualquier otro buen ciudadano. La mujer ponía en su bolso un pijama y un equipo de afeitar, ya que solía llegar a las cárceles de noche, en la previa de la ejecución. "Me recibía el jefe e íbamos a espiar, por la mirilla de la puerta, al condenado. Después cenábamos", narró en sus memorias. Un verdadero sádico. Hasta el final de sus días, Syd disfrutó dando reportajes u ofreciendo charlas sobre sus andanzas. Contar sus experiencias le encantaba. Y jugar con su patíbulo de juguete, obviamente, le gustaba más que nada.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)

La Pena de Muerte o el retorno a las cavernas


Por Humberto Acciarressi

Poco antes de la guerra del 14, luego de atravesar las calles de la Argelia francesa, un hombre asistió -por primera vez en su vida- a la ejecución de un delincuente acusado de haber matado a una familia de granjeros. Se sumó a la gente enfervorizada por el espectáculo, vio caer la guillotina y regresó a su casa entre comentarios del público. Casi todos sostenían que la decapitación era un castigo demasiado indulgente. Finalmente llegó a su domicilio, entró, pasó entre su mujer y otras personas sin saludar, se tiró en la cama, se levantó con el rostro trastornado y vomitó. Muchos años más tarde, el hijo de ese asqueado padre de familia, nada menos que el ganador del Premio Nobel, escritor y gran humanista, Albert Camus, reflexionó: "Cuando la suprema justicia sólo hace vomitar al hombre honesto que se compromete a proteger, parece difícil seguir creyendo que está destinada, como debería ser su función, a proporcionar más paz y orden".

A la preocupación de Camus -quien además se refirió al tema en una de las grandes novelas de la literatura, "El extranjero", llevada al cine por Luchino Visconti, con el rol protagónico de Marcello Mastroianni - se han referido centenares de intelectuales y millones de seres anónimos comprometidos con la vida. Arthur Koestler, cuando en Inglaterra aún se aplicaba la pena de muerte, describió satíricamente: "Gran Bretaña es ese curioso país de Europa donde los autos circulan por la izquierda, donde se mide con pulgadas y yardas, y donde se cuelga a la gente por el cuello hasta producir la muerte". La Ley del Talión, la hoguera, la horca, la decapitación por el hacha, la espada y la guillotina (que fue inventada para hacer sufrir menos al reo) , la inyección letal, el fusilamiento, la cámara de gas, el garrote vil, los métodos de todo tipo y horror forman parte de la historia del mundo desde hace miles de años hasta la actualidad, y así lo hacen en los Estados Unidos, las naciones teocráticas que ejecutan a las mujeres por "el delito" de adulterio o las milicias de ISIS, todos filosóficamente unificados por este espanto.

Syd Dernley (sobre quién escribiremos en una próxima columna) fue el último verdugo del Reino Unido, que ejecutó su meticulosa profesión durante 41 años. Este nostálgico que, ya jubilado y hasta su muerte jugaba con un patíbulo en miniatura, llegó a escribir en sus memorias: "Había gente que me ofrecía dinero para poder asistir a una ejecución. Eso sí que es sadismo. Como no podían matar ellos, querían ver cómo lo hacía otra persona". Personalmente he escrito mucho más de lo que quisiera sobre la pena de muerte. Te juro que esta confesión es una de las que más me impresionan. Aunque en la Argentina las dictaduras han aplicado la pena de muerte ilegal e inconstitucionalmente, esta sanción no existe sobre ningún reo, ni siquiera para los militares traidores a la Patria desde que fue abolido el Código de Justicia Militar. La pena -que en nuestro país tuvo muchas excepciones legales en el siglo XIX- ya no existe desde 1916, justo el año en el que comenzó a aplicarse el voto universal, secreto y obligatorio para todos los ciudadanos, del que salió electo Hipólito Yrigoyen.

Aquellos que la piden deben considerar que la pena capital es un insulto a la condición humana, y esto lo señalo para que no salten quienes no le dan crédito a las palabras del Papa Francisco recientemente pronunciadas en el Capitolio por venir de una religión en la que no creen. "Cada vez que se alude a este escarmiento, la humanidad retrocede en cuatro patas", escribió María Elena Walsh cuando muchos lo pedían. Legisladores y políticos, la sociedad toda, debe trabajar en castigos que no inviten a escuadrones de la muerte ni a la "justicia por mano propia" a saldar lo que el Estado no hace con leyes que le provocan risa a los criminales y son una invitación para seguir delinquiendo. Claro que para eso hace falta interesarse. En próximas columnas me referiré a quienes, para colmo, han atravesado el corredor de la muerte hasta la sala de ejecución siendo inocentes. Por eso, en lo que mí respecta, este tema continuará.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)

26 junio 2015

Lo singular y atemporal en la obra de Boris Vian


Por Humberto Acciarressi

La vida, y su inevitable consecuencia, la muerte, disponen a su antojo. Un autor se encuentra feliz rodeado de admiradores y cae muerto cuando menos se lo espera. Podría hacerse un cuento con esa anécdota. En la realidad no ficcionalizada, ese hombre se dispone a ver la adaptación de una de sus novelas, "Escupiré sobre sus tumbas", en una función privada, cuando se siente mal. A los pocos minutos de aquel 23 de junio de 1959, Boris Vian se desploma para siempre con un ataque al corazón. En cierto sentido ya era una leyenda, pero con eso la redondeaba, como dirían sus amigos existencialistas. Esa curiosa trayectoria - conformada por sus múltiples actividades como novelista, poeta, actor, músico- recaba muchos más datos y notas interesantes que las que suelen entrar en una vida de apenas 39 años, que fue el tiempo que anduvo haciendo de las suyas por este mundo.

De su vida turbulenta pueden señalarse algunos episodios, varios dolorosos. Siendo chico tuvo tifus y fiebre reumática, arrastró siempre problemas del corazón; se recibió de ingeniero; se apasionó por la música y el jazz (y fue un gran ejecutante); fue cantautor; se casó, se divorció y se volvió a casar; firmó su primer poema con el seudónimo de Bison Ravi; unos ladrones entraron a su casa y asesinaron a su padre; comenzó a escribir novelas; se hizo amigo de personajes como Raymond Queneau y Jean Rostand; frecuentó a los grandes del jazz, y la picazón de la actuación se le incrementó con el correr del tiempo. De todas maneras, hay que precisar que el nombre Vian siempre estuvo asociado, fundamentalmente, a la literatura y a la música. Y llegó a tener una treintena de heterónimos y no precisamente por vergüenza.

En una ocasión, conversando con su amigo Jean d’Halluin (que por entonces esperaba la oportunidad de convertirse en un editor exitoso), le prometió que en quince días le escribiría un libro que le iba a reportar grandes ganancias. Pasadas esas dos semanas, le entregó el manuscrito de "Escupiré sobre sus tumbas", la novela de la que hablamos al comienzo. Este libro fue, efectivamente, un best seller. Sin embargo nadie, salvo algunos iniciados, supo que era de él. Boris lo firmó con el seudónimo de Vernon Sullivan, un presunto escritor norteamericano, que, al estilo de Salinger mucho tiempo más tarde, no sólo era reacio a conceder entrevistas y dejarse sacar fotos, sino además de viajar a Francia. El "traductor" de la novela sí era "Vian", a secas, sin el Boris.

Este singularísimo escritor también dio a la imprenta "El arrancacorazones", "El otoño en Pekin", "La hierba roja". Y varias obras teatrales, así como otras que luego fueron adaptadas, como la inquietante tragedia burlesca "Los constructores del imperio". En el medio actuó en algunas películas y escribió cuentos para "Les Temps Modernes" invitado por Sartre. Sobre esto podemos recordar algo: Jean-Paul, que sabía de jazz lo mismo que Jacobo Winograd de física nuclear, le pidió a Vian que lo llevara a recorrer cabarets en dónde se tocara la música sincopada, generalmente en sótanos de los que Boris era un habitué. Sartre quedó tan indignado con el jazz, que a partir de allí dejó de encargarle artículos a Vian. De ese "episodio Sartre-Jazz"quedó testimonio semiautobiográfico y satírico en "La espuma de los días". Por suerte no tuvo problemas en "Combat", dirigido por Albert Camus, donde ejerció la crítica de jazz. Y por supuesto fue un predicador de la Patafísica postulada por Alfred Jarry y de todo lo que significa "la ciencia de las soluciones imaginarias". En verdad, casi no hubo cosa que no hiciera con entusiasmo. E hizo mucho, aunque en el breve lapso de 39 años.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)


07 noviembre 2013

Albert Camus, más vigente que nunca


Por Humberto Acciarressi

En estos días se cumple el centenario del nacimiento de Albert Camus -ocurrido en la Argelia ocupada por los franceses, el 7 de noviembre de 1913-, una de las inteligencias más influyentes del siglo XX y considerado el último humanista con todas las letras. Mal leído en multitud de ocasiones y atacado por sus ideas en los tiempos del blanco o negro que sucedió a la Segunda Guerra Mundial, no le perdonaron que rompiera con el partido Comunista francés a raíz del pacto germano-soviético, o que criticara la dependencia del PC argelino con respecto al galo. Integrante de la resistencia al invasor nazi, su amistad entrañable con Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir (reflejada magistralmente en la novela de esta última, "Los mandarines"), su defensa de la condición humana por sobre las ideologías ("En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede estar en uno de esos tranvías. Si la justicia es eso, prefiero a mi madre") y hasta su vinculación con el anarquismo, lo llevaron a años de ostracismo interno.

Pero Camus le sacó el jugo a esta época en la que siguió escribiendo sus ensayos, sus obras de teatro y sus novelas, además del compromiso asumido en el enfrentamiento a todo totalitarismo, por la paz mundial y en contra de la pena de muerte (su trabajo sobre ella, brillante, tal vez lo mejor que se ha escrito sobre el asunto, fue publicado junto a uno de Arthur Koestler, en un libro muy difícil de conseguir en la actualidad). Entre sus novelas, "El extranjero" (llevado al cine por Luchino Visconti), "La peste" y "La caída" pueden figurar sin dudas en el top ten de la literatura mundial del siglo XX. Ni hablar de sus obras teatrales, especialmente "Calígula", "El malentendido" o "Los justos", por mencionar algunas. De sus ensayos, los que más problemas le trajeron con sus ex camaradas fueron "El mito de Sísifo" (en el que postula que el suicidio es el único problema filosófico realmente serio y donde lleva el tema del absurdo casi hasta los límites) y "El hombre rebelde" (en él Camus plantea que no es la revolución sino la rebelión constante, la que impulsa al hombre verdaderamente libre y humanista).

En 1957, Albert Camus recibió el Premio Nobel por "el conjunto de una obra que pone de manifiesto los verdaderos problemas que se plantean en la conciencia de los hombres de hoy". Tenía 44 años. Para la ocasión señaló: "El papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo y privado de su arte". Menos de tres años más tarde, el 4 de enero de 1960, se estrelló con su auto en una carretera francesa y dejó un vacío inconmensurable en esos años difíciles.

Por esta muerte absurda, su antiguo mejor amigo y luego adversario, Jean-Paul Sartre, escribió una de las más bellas necrológicas que se recuerden."Un distanciamiento -dice el autor de "La náusea"- no significa gran cosa, aunque haya de ser definitivo; a lo sumo una manera diferente de convivir, sin perderse de vista, en un mundo tan pequeño y angosto como el que nos ha tocado en suerte. Eso no me impedía pensar en él, sentir su mirada fija sobre la página del libro o del diario que él leía, y preguntarme ¿qué dirá de esto? (...) Lo había hecho todo -una obra cabal- y, como siempre ocurre, todo quedaba por hacer. El mismo lo decía: ´Tengo mi obra por delante´. Ahora se acabó. El escándalo singular de esta muerte es la abolición del orden humano por irrupción de lo inhumano". Sería muy pretencioso querer añadir algo a las palabras de Sartre sobre Camus.

(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)