En la columna de ayer - "La Pena de Muerte o el retorno a las cavernas"- mencioné al pasar a Syd Dernley, el último verdugo del Reino Unido, que estuvo en su cargo cuatro décadas y unos meses. Lo cité porque es autor de una frase que siempre me pareció escalofriante: "Había gente que me ofrecía dinero para poder asistir a una ejecución. Eso sí que es sadismo. Como no podían matar ellos, querían ver cómo lo hacía otra persona". Y eso me lleva nuevamente a dos autores de cabecera -Albert Camus y Arthur Koestler- a quienes también mencioné en la columna previa y quienes escribieron -no una, sino muchas veces- en contra de la pena capital. Los dos escritores coincidieron en su momento en que no existe ningún poder ejemplificador en la pena de muerte. Y ambos, de diferente manera, señalaron en sus textos que en la Inglaterra de 1886, de 167 personas que murieron en la horca, 164 habían visto por lo menos una ejecución.
En esos casos, obviamente, no había existido "el ejemplo" tan mentado por los defensores de la pena de muerte. Incluso Camus ironizaba al respecto: "Esas apacibles criaturas (los espectadores, aclaramos nosotros) son los que aportan el mayor porcentaje de homicidas. Muchas de esas gentes son criminales que se ignoran. Según un magistrado, la inmensa mayoría de los criminales que había conocido no sabían, mientras se afeitaban a la mañana, que iban a matar a la tarde". Pero volviendo al verdugo Dernley -que murió apaciblemente en noviembre de 1994 -, hay que decir que se jactaba de ser el más rápido de la historia con una frase que mete miedo: "No pasaban más de ocho segundos desde que el condenado salía de la celda hasta que su cuerpo se balanceaba en el hueco del patíbulo". Como ya habrás advertido, Syd era un enfermo minucioso, que además sostenía que el ahorcamiento "es el mejor de los métodos: eficaz, limpio y muy rápido".
En la columna previa contábamos que ya jubilado, Dernley jugaba con una soga y un patíbulo en miniatura. Y el juego -añado ahora- consistía en ejecutar muñequitos de trapo. Ese asesino a sueldo del estado y de las leyes inglesas hasta que la pena capital fue abolida, contaba tranquilamente que su día de trabajo era como el de cualquier otro buen ciudadano. La mujer ponía en su bolso un pijama y un equipo de afeitar, ya que solía llegar a las cárceles de noche, en la previa de la ejecución. "Me recibía el jefe e íbamos a espiar, por la mirilla de la puerta, al condenado. Después cenábamos", narró en sus memorias. Un verdadero sádico. Hasta el final de sus días, Syd disfrutó dando reportajes u ofreciendo charlas sobre sus andanzas. Contar sus experiencias le encantaba. Y jugar con su patíbulo de juguete, obviamente, le gustaba más que nada.
(Publicado en el diario La Razón, de Buenos Aires)