Estuve muchos años dando vueltas y vueltas
alrededor de un puño, viendo pasar
herrumbre,
oscuridad, hormigas, alarma clandestina.
No te imaginas cuánta vacilación contraje.
Comprobé en primer término que es
locamente inútil
atropellar el aire, regar los almanaques.
Que no vale la pena estirarse las uñas
y que no hay impaciencia que acelere el otoño
ni desesperación mayor que los relojes.
Me refiero a la época en que no aparecías
y yo tenía la edad desperdiciada, lejos.
El tiempo estaba lleno de rejas y columnas
de cajitas cerradas y vulgares misterios.
Nunca lo dije, pero yo acechaba con lágrimas,
con letras y jazmines y otras innumerables
señales de encontrarte. Hoy que por fin sucedes,
es justo que te colme de recomendaciones.
Primero: No me dejes sola con un anillo
al lado de semillas y la ropa cortada
de no sé qué naranja. Eso es penoso, tiene
sabor a que te fuiste y a terminadas manos.
Segundo: Es necesario que sepas que a menudo
cuando te vas padezco la calle Paraguay
ya viste que es un sitio de sombras y medicina,
un barrio de metal con árboles cromados,
está lleno de impúdicas dentaduras de vidrio,
de láminas sangrientas y guardapolvos huecos.
Tercero: No hace falta decir que me de miedo
considerar las noches en este vecindario.
Hay olor a peligros de rachas y blancuras.
Es posible que vengan bisturíes flotantes
a derramar el timbre. O que un guante de goma,
obsceno de anestesia, me llame por teléfono.
Por último te pido que guardes el secreto.
Todo esto no pretende más que tu compañía.
Qué voy a hacer, me gusta que llegues cuando
llegas.
María Elena Walsh