A diez años de su muerte, puede decirse que Osvaldo Soriano fue víctima de varios excesos que van más allá de su literatura. El primero, que fue el autor más leído durante casi una década en la Argentina y – como si vender bien fuera sinónimo de mala calidad – fue también uno de los más maltratados por la crítica académica. No es casual que el autor de clásicos como “Triste, solitario y final”, “Cuarteles de invierno”, “No habrá más penas ni olvido” o “Una sombra ya pronto serás” (las tres últimas con adaptaciones cinematográficas) no tenga más que algún trabajo perdido sobre su obra, mientras otros gozan de tediosos y largos estudios. Cuando el cáncer de pulmón le quitó el último soplo de vida el 29 de enero de 1997, sus editores – que habían pagado muy bien los derechos de autor – sospecharon que las ventas se irían al cielo. No ocurrieron así las cosas: sus libros dejaron de comprarse y, a un lustro de su muerte, una de las editoriales más grandes del mercado adquirió esos derechos por unos pocos miles de dólares.
Todavía debe estudiarse en profundidad la razón por la cual algunos autores deben esperar años para que la crítica los ponga en el lugar que les corresponde. Roberto Arlt y Manuel Puig, por motivos diferentes, fueron víctimas de la misma injusticia. Como ellos, Soriano fue fundamentalmente un contador de historias. Nada más, pero nada menos. En la falta de complejidad que se le achaca a su literatura está su fuerte. Lo que en otros es defecto, en él es puro mérito. Sus novelas no pueden desprenderse del tono periodístico de sus crónicas, así como éstas tienen una fuerte impronta literaria que las convierten en clásicos del género.
Fanático del futbol, amante de los gatos, fumador empedernido, obsesionado por el peronismo y sus internas, lector voraz con predilecciones bien marcadas por el policial negro norteamericano con Raymond Chandler a la cabeza, lo que ocurrió con Soriano después de su muerte es un exceso que el tiempo, más tarde o más temprano, va a reparar. Es el precio que casi siempre pagan los best sellers, es cierto que muy pocas veces injustamente. Osvaldo Soriano, para quien escribir equivalía a vivir, está entre ellos. El también, como varios de sus personajes, a la espera de un tiempo en que ya no habrá más penas ni olvidos.
Todavía debe estudiarse en profundidad la razón por la cual algunos autores deben esperar años para que la crítica los ponga en el lugar que les corresponde. Roberto Arlt y Manuel Puig, por motivos diferentes, fueron víctimas de la misma injusticia. Como ellos, Soriano fue fundamentalmente un contador de historias. Nada más, pero nada menos. En la falta de complejidad que se le achaca a su literatura está su fuerte. Lo que en otros es defecto, en él es puro mérito. Sus novelas no pueden desprenderse del tono periodístico de sus crónicas, así como éstas tienen una fuerte impronta literaria que las convierten en clásicos del género.
Fanático del futbol, amante de los gatos, fumador empedernido, obsesionado por el peronismo y sus internas, lector voraz con predilecciones bien marcadas por el policial negro norteamericano con Raymond Chandler a la cabeza, lo que ocurrió con Soriano después de su muerte es un exceso que el tiempo, más tarde o más temprano, va a reparar. Es el precio que casi siempre pagan los best sellers, es cierto que muy pocas veces injustamente. Osvaldo Soriano, para quien escribir equivalía a vivir, está entre ellos. El también, como varios de sus personajes, a la espera de un tiempo en que ya no habrá más penas ni olvidos.
(Publicado en La Razón, de Buenos Aires)