Por Humberto Acciarressi
Cuando nació el 14 de marzo de 1879 en Alemania, su madre, Paulina Koch, se tomó la cabeza con las manos y exclamó: “Dios mío, ha salido deforme”. Más tarde, de ese mismo chico se dijo que era tarado, un deficiente, una persona sin porvenir. Pero “Dios no juega a los dados”: Albert Einstein, con sus iluminaciones científicas, se iba a convertir en el genio más trascendente de los últimos trescientos años. Con su insolencia bonachona, desde que en 1905 escribió en una oscura revista los antecedentes de su Teoría de la Relatividad - completada en 1911 y 1916 respectivamente -, se convirtió en el niño mimado de las universidades del mundo. También, claro, fue perseguido durante el sombrío reinado de Hitler, a quien no le importó que el premio Nobel de 1921 debiera emigrar a Suiza y más tarde a los Estados Unidos.La historia menuda, con su escalpelo, ha insistido en los vicios del genio.
Algunas biografías, basadas en su propia correspondencia y relatos familiares, lo describen como un sexópata, infiel con sus esposas y mal padre. Se dice de todo: que entregó a su beba Lieseri a un matrimonio serbio; que otro hijo, Eduard, falleció loco en Suiza sin que su padre nunca lo visitara; y que otro, Hans Albert, lo odiaba. La relación del sabio con las mujeres fue tremenda. Tuvo un romance con su prima Elsa Lowenthal - que luego fue su segunda esposa- cuando aún estaba casado con Mileva Maric. Elsa también sufrió lo suyo: las cartas de Albert dan cuenta de infidelidades y de, por lo menos, 72 escenas de violencia. Su biógrafo Roger Highfield sostiene que subestimaba a las mujeres, aunque adoraba su compañía.
Naturalmente Einstein fue mucho más que sus flaquezas humanas.Los biógrafos implacables registrarán cada una de sus pequeñeces.Pero más allá de sus vicios privados, quien reveló al mundo los secretos del átomo y revolucionó la ciencia con su Teoría de la Relatividad, ya había entrado en la inmortalidad muchos años antes de su muerte, ocurrida el 18 de abril de 1955. Por ese entonces ya había dejado de flirtear con las mujeres y, horrorizado por la posibilidad de una guerra atómica, no dejó pasar un día sin arengar a favor de la paz mundial.El antimilitarismo de su pensamiento también figura en sus cartas: “Que un hombre encuentre placer marchando en formación al compás de una banda me parece razón suficiente para despreciarlo”.
Colmado de honores, el sabio murió en la Universidad de Princenton.Para entonces, su humor sarcástico y filoso había dado paso a un carácter taciturno y melancólico,como si lo abrumara una legión de fantasmas surgidos de las cenizas de Hiroshima y Nagasaki.Demasiado injusto consigo mismo, cuando concluyó la guerra había dicho: “Yo apreté el botón”. Unos años antes había precisado: “El azar no es casual. Dios no juega a los dados”. Tal vez, las circunstancias de su vida tampoco hayan sido esclavas de factores azarosos.
(Publicado en La Razón, de Buenos Aires)