Por Humberto Acciarressi
El músico negro arqueado sobre su contrabajo, con un cigarrillo colgando displicente de sus labios; un grupo de alegres mulatonas poniendo swing en una vieja taberna; seis vaqueros, con aire desconfiado, rumiando un póker en un clásico “saloon”. La música negra -especialmente el blues-, el clima hollywoodense de los años del Gran Gatsby, el ritmo del jazz y sus cantantes, los autos coloridos de las antiguas publicidades, componen el exuberante y original collage de técnicas, estéticas y temas de Max Hoeffner.
El artista - que cantaba blues a los cinco años, pintaba a los diez, y escuchaba las charlas de su padre, Guillermo, uno de los pioneros del coleccionismo blusero- ejerce un hiperrealismo al que no son ajenos los óleos, los esmaltes, las telas y otros elementos que ennoblece con su arte. Hoeffner vive en el delta del Tigre, donde tiene su atelier. Un espacio creativo no muy diferente al de los artistas de paisajes rurales del sur de Estados Unidos, o de quienes pintaron, escribieron y cantaron a orillas del Mississippi. Y naturalmente viene a la memoria Mark Twain, con sus largos viajes por el río mítico.Tampoco pueden obviarse, claro, los escenarios de los libros de Faulkner, quien afirmaba que el mejor lugar para crear era un prostíbulo.
En la obra de Hoeffner están presentes los íconos de la cultura popular norteamericana, extraidos de tapas de viejos discos y libros. Como herencia, su padre le dejó la devoción por las carreras de caballos, los westerns y las películas cómicas. Pero fundamentalmente, sus cuadros están emparentados con cierto comic que en los ochenta se dedicó a rastrear estéticamente aquella vieja cultura, tan cara a personajes como Clint Eastwood. Lo sugestivo, en todo caso, es encontrar en nuestros pagos un fervor por aquellos rastros que sedimentaron las artes posteriores. Lo que prueba que las culturas populares tienen un punto donde se reconocen. En este caso, pintor por medio.
(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)