Por Humberto Acciarressi
Año 1975. En la fría península escandinava, Eugenio Montale, acostumbrado a los veranos mediterráneos y a las verdes campiñas, se dispone a leer el discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura. De pronto, como si miles de voces hablaran por su boca, el escritor italiano deja caer el látigo de la ironía: "Estoy aqui porque he escrito poemas, un producto absolutamente inútil, pero casi nunca nocivo, y ese es un título de nobleza. Pero no el único, siendo la poesía una producción o una enfermedad totalmente endémica e incurable".
Más de treinta años después, mientras el hombre accede a cualquier forma de manifestación cultural con sólo dejar correr los dedos por el teclado, la poesía resiste en los marasmos de una agonía interminable. Paradójicamente, nunca hubo un tiempo en el que se escribiera tanta poesía. Calidad al margen de estas reflexiones, naturalmente. La poesía tiene tan escasa difusión que los propios poetas prefieren dar a la imprenta ensayos o ficciones narrativas, y dejar correr sus poemas de mano en mano como en los tiempos anteriores a Gutemberg. Algunos, los que tienen el espíritu más abierto a los cenáculos, se refugian en talleres y peñas literarias que de tan pequeñas y poco conocidas parecen clandestinas.
Como en la metáfora que Ray Bradbury describe en "Farenheit 451", esos y esas poetas se leen sus trabajos entre ellos, muchos de los cuales - también hay que decirlo - apenas se quedan en las buenas intenciones. Para colmo de males, en la Argentina ya no existen los editores dispuestos a jugarse, aunque sea en ediciones limitadas, por desconocidos como alguna vez fueron Borges, Marechal, Girondo, Olivari, Banchs, Juarroz... En tanto, los suplementos literarios de los diarios han dejado de publicar poesía (con muy honrosas excepciones) y hay algunos editores que dicen apoyarse en el gusto de la gente ("La opinión pública es la opinión de los hombres sin opinión", se encolerizaba Aldo Pellegrini).
En la Argentina, creadores como Jacobo Fijman o Ricardo Molinari terminan sus días en un manicomio o en la miseria, mientras yuppies de corbata y celulares de última generación, con más aire de gerenciadores que de periodistas, disponen que a la gente no le interesa la poesía. Son melancólicas imágenes del pasado los tiempos en que Victor Hugo tenía los funerales de un emperador; las costureras y las amas de casa hablaban de Darío, Neruda, Carriego, Vallejo, Rilke o D´Annunzio por las calles del mundo; o las mujeres florentinas se cruzaban de vereda para no toparse con Dante, porque no querían trato con el hombre que "había bajado al Infierno" (y en cierto sentido tenían razón). Y que quede claro algo: aquellas personas no eran más ingenuas, sino que tenían intacta la fe poética.
Aunque parezcan "fraguadas entelequias", para decirlo con palabras de Borges, hubo un tiempo en que los poetas no eran marginales, sino la encarnación más alta de la cultura de un país. Arturo Uslar Pietri ha hecho notar que la tradición de Occidente era la de vislumbrar la poesía como la expresión suprema de la palabra y el pensamiento. Algo heredado del mundo clásico, cuando los contemporáneos de Homero y Virgilio consideraban que toda Grecia estaba en la Illiada y la Odisea y toda Roma en la Eneida. En la actualidad, acuciada por los bombardeos mediáticos, la gente salta de tema en tema sin tiempo para reflexionar sobre ninguno. Y la poesía necesita honduras, adentrarse en los abismos propios y ajenos. No le faltaba razón a Walt Whitman cuando observaba que "para tener grandes poetas, debe haber también grandes públicos".
Con este marco, nadie está en condiciones de asegurar cuanta buena poesía se está perdiendo en cajones de escritorio o libretas itinerantes. En un universo regido por un orden conservdor y en donde los economistas tienen más predicamento que los filósofos, no es extraño que la poesía parezca un unicornio en el zoológico de Buenos Aires. La palabra ha perdido sentido y la sensibilidad se ha empobrecido. Aceptar el rol transitorio de la poesía es, ni más ni menos, como aceptar que el mundo puede vivir sin amor y sin pasiones.
Lo poético - hay que coincidir con Aldo Pellegrini - es una manera de estar en el mundo y convivir con los seres y las cosas. Juan Gelman recuerda una escena protagonizada por Paul Valery y Stephen Mallarmé. El primero le pregunta a su colega, que había dirigido una revista de modas en la que intercalaba poemas subrepticios: "¿Para qué sirve la poesía?" El segundo, sin dudarlo, le responde: "Para esto". Y le muestra una carta en la que una costurera, lectora casual de Mallarmé, le confesaba al poeta que un poema suyo la había salvado del suicidio. Los poetas que el nuevo milenio encontró trabajando, aunque desplazados por los best sellers y la pluma sencilla, aguardan tiempos mejores.
La poesía es la vanguardia de la lengua, su frente de ataque, su sala de pruebas. Si los poetas no pueden difundir su obra, al idioma se le caen las hojas, se desflora, se frena la renovación, le llega el invierno a las palabras. En tal sentido, no sería ocioso apostar a un tiempo en el que la defensa de la especie se libre en los espacios poéticos que aún subsisten, ahora en la vasta red de contenidos que es Internet. Una época en la que una multitud silenciosa comience a construir el auditorio con el que Whitman soñaba.
En los bárbaros tiempos del nazismo, los fanáticos saquearon la casa de Saint-John Perse y destruyeron sus poemas inéditos. Agobiado, temeroso, en un momento sacó fuerzas de algún lado y comentó: "Después de todo no importa. Yo soy poeta, lo demás es secundario". Muchos años más tarde, en la Argentina, Alejandra Pizarnik reclamaba "alguna palabra que me ampare del viento, alguna verdad pequeña en que sentarme y desde la cual vivirme". Uno y otra, a su manera, definieron mejor que nadie ese misterio que es la poesía, ese espacio del alma que hay que defender para seguir viviendo.
(Publicado en la revista Noticias y en El espectador de la Cultura)