Por Humberto Acciarressi
Existe, entre todas las metáforas literarias, una que no por reiterada es menos contundente. Es la que sostiene Ray Bradbury en "Farenheit 451", cuando convierte a unos pocos hombres y mujeres, opositores a un régimen cuyo lema capital es la destrucción de las obras literarias, en los transmisores del saber libresco. Esas personas tienen una particularidad: ellas mismas son los libros que han aprendido de memoria para guardar, palabra por palabra, hasta que concluyan los tiempos del oscurantismo y las letras puedan ser volcadas nuevamente al papel.
Un hombre es la "Odisea", una mujer "La educación sentimental", un chico "La náusea", y así siguen los nombres y las características de esa curiosa comunidad. Sin embargo, aunque los "bomberos" de Bradbury - encargados en la obra de quemar los libros - tienen en la vida cotidiana muchos epígonos, los muertos que ellos matan gozan de buena salud. El azar, por su lado, se encargó en un lejano 23 de abril de 1616 de ofrecer otra curiosa metáfora:ese día fallecieron, casi a la misma hora, Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilazo de la Vega. Para la Unesco, entonces, ninguna fecha mejor para proclamarla "Día Mundial del Libro". Esos datos de la ficción y la realidad remiten, inevitablemente, a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.
Jorge Luis Borges, quien decía orgulloso que la biblioteca de su padre había sido el acontecimiento capital de su existencia y que imaginaba el universo como una biblioteca infinita, sostenía con metafórica exageración: "En el curso de mi larga vida creo no haber leído más de cien volúmenes, pero he hojeado algunos más". Valga la boutade del autor de "El aleph", quien, en sus tiempos de profesor, recomendaba a sus alumnos que no leyeran un libro si no sentían una necesidad urgente. "Si eso no ocurre - decía, palabras más, palabras menos - es que ese autor todavía no es digno de ese lector".
La lectura conlleva la aceptación de una serie de códigos, sin cuya existencia el acto de leer se convertiría en algo mecánico. Coleridge, en lo atinente a la ficción y la poesía, pedía la suspensión de la incredulidad al leer un libro. O sea, dejar de lado hipotéticos recelos ante el hecho estético. Vale decir: sentir el sabor de las "madeleines" de Proust. La tendencia apocalíptica de ver el libro como un objeto en extinción ya hace un tiempo que ha dejado de tener peso. No huelga recordar las palabras de Adolfo Bioy Casares, un asiduo de la muestra, cuando decía: "La literatura es uno de los modos más eficaces que encuentro para sortear la muerte".
La Feria del Libro es, en cierto sentido, un laberinto de vértigos, un conglomerado de miles de palabras en busca de ojos atentos e inteligencias perspicaces. Cada una de esas piezas está a la espera de su lector: aquel que sepa descifrar esa misteriosa construcción artificial de un espacio imaginario o real. Mallarmé sostenía que el mundo vive para un libro. En estos tiempos que corren, que una persona pueda descifrar los códigos de por lo menos uno, es un avance en favor de la civilización.