05 abril 2007

Un repaso a la historia de Jemmy Button


Por Humberto Acciarressi 

Unos pocos códices mesoamericanos, una tradición oral desvirtuada por el paso del tiempo, algunas leyendas que circulan trasmutándose de acuerdo a las regiones, no es mucho más lo que queda de las etnias americanas anteriores a la llegada de los españoles. Cuando Neruda dice que los españoles se llevaron el oro pero nos dejaron las palabras, es una verdad a medias. Incluso las palabras -por suerte, en muchos casos- también corrieron por cuenta de los cronistas de Indias. Las crónicas aborígenes no llegan a ser un digno canto del cisne. 

De las culturas nativas, la más elemental fue la que habitaba al sur del estrecho de Magallanes. Abandonado por los españoles, ese confín austral estaba en la mira de los ingleses, más interesados en negocios futuros que en Dorados imaginarios. En 1830, llegó a esos parajes un barco británico, el Beagle, al mando de Robert Fitz Roy, un aristócrata que descendía de un bastardo de Carlos II. A diferencia de otros de su linaje, el capitán mantenía un trato cordial con la tripulación y sus pares lo consideraban -despectivamente- un humanista. 

Aunque el motivo se diluye en el tiempo, los marinos del Beagle capturaron a cuatro indios fueguinos a quienes bautizaron como York Minster, Boaf Memory y Fuegia Basket. El cuarto, Jemmy Button, debió su nombre a que Fitz Roy lo cambió por un botón de su chaqueta. La tragedia de los yaganes la conocemos por fuentes inglesas, de donde se nutrieron narradores posteriores como Richard Lee Marks, Bruce Chatwin y Eduardo Belgrano Rawson. 

Durante el viaje, los nativos tenían la mirada perdida, triste, similar a la de aquel gigante patagón capturado por Magallanes unos siglos antes. Fitz Roy se encariñó con los fueguinos, uno de los cuales -Boat Memory- murió de viruela en Montevideo. Cuando llegaron a Inglaterra, aquellos extraños completaron el viaje sin retorno: la enseñanza del inglés y del dogma cristiano. A dos años de vivir en el imperio, los fueguinos vestían como británicos, tomaban el té en tazas de porcelana, dormían en camas que antes los habían asustado y acudían a la iglesia. En el verano de 1831, el rey Guillermo IV y la reina Adelaida los recibieron en palacio. Jemmy, Fueguia y York hablaron en un inglés chapurreado para diversión de los monarcas, a quienes también divertía la utopía civilizadora de Fitz Roy. La reina le regaló a Fueguia un bonete, un anillo y un bolso. El rey se lo llenó con monedas. Luego los despidieron. 

El retorno a Tierra del Fuego fue un hecho cuando Fitz Roy ya no pudo hacerse cargo de sus amigos. El capitán humanista, antes de partir, vio como Fueguia, Jemmy y York cargaban juegos de té, finos manteles, ropas de lujo, muebles pequeños y una variedad de objetos absolutamente inútiles. En el viaje conocieron a un joven que nunca les cayó en gracia: Charles Darwin, que a diferencia de Fitz Roy, afirmaba que esos salvajes sólo servían para estudiarlos. La llegada a Tierra del Fuego fue trágica. El capitán, viendo la tristeza de sus amigos, les preguntó si querían retornar a Inglaterra, pero Button se negó. Desnudo, demacrado y hambriento, volvió a negarse a los meses. York, en el interín, fue asesinado, y Fueguia se escondía entre las piedras australes por temor a que su familia le aplicara la "tabacana", la eutanasia fueguina. 

En 1857, a más de dos décadas de su vuelta, Button volvió a negarse a viajar a Inglaterra y se empecinaba en enseñarles inglés a sus yaganes. Fitz Roy, enfrentado duramente a Darwin, en la mañana del 30 de abril de 1865 se miró largamente en el espejo y se cortó el cuello con una navaja. No alcanzó a enterarse que su amigo Jemmy había muerto durante una epidemia, apenas un año antes, a caballo entre dos culturas, sin pertenecer a ninguna. Un hombre de ningún lugar.

(Publicado en "La Razón" de Buenos Aires)

El cuerpo como un lienzo para pintar


En la década del sesenta, en pleno auge del Pop Art y la psicodelia, en el East Village de Nueva York o en el barrio Haight Ashbury de San Francisco, se vieron los primeros cuerpos pintados. O por lo menos masivamente, ya que, como postuló fílmicamente Peter Greenaway en "Escrito en el cuerpo", nada es nuevo en este metier.

Eran tiempos en que los artistas se recomendaban entre sí las manifestaciones relacionadas con las Tres "B": el pintor Jerónimo Bosch dentro de lo fantástico, el poeta William Blake en el marco del misticismo filosófico y el ilustrador Aubrey Beardsley en relación al grafismo de 1900 y el erotismo. Pasados los años de euforia, la aceleración de la historia se metió de lleno en las estéticas y hasta la plástica contestataria se volvió clásica en muy poco tiempo.

De esos tiempos de happening - se discute si los inauguró John Cage en 1952 o Allan Kaprow en 1957 - quedó sin embargo el concepto de la expresión como síntesis sin limitaciones. Entre éstas, el reemplazo de la tela por el cuerpo humano fue una de las innovaciones más llamativas. No huelga recordar estos antecedentes para contextualizar la idea del fotógrafo chileno Robert Edwards, que hace 25 años concibió el proyecto "Cuerpos pintados", del que participaron 45 artistas y se plasmó en un libro editado en los noventa y una muestra que recorrió el mundo.